jueves, 28 de febrero de 2013

Lo uno y lo múltiple



                                                                                                      Pero son de una petulancia...
de un egoísmo... de una falta de tacto...
                                                                                                            O.Girondo



A comienzos de la semana fue que empezó a hablarme. Yo iba camino al vestuario cuando sentí un 
cosquilleo y después el saludo

Eu, Dani!

Pensé que me llamaba un compañero, miré alrededor y cerca no había nadie. Comprobé que la voz venía de mi rodilla derecha.

Eu, che, si acá! sí, soy yo, tu rodilla.

Con sorpresa entablé un diálogo.

Ah, hola. ¿Qué haces hablándome?

Siempre lo intenté pero vos no me escuchás, igual que a tu novia, ja.

Sentí que me invadían.

Ehhh, ¿qué querés? decilo rápido que me tengo que ir.

Nada, conversar un rato, no seas malo, conocernos.

A partir de ahí no paramos de hablar. Tenía talento para contar chistes y aparte se sabía todos los chusmeríos del equipo. La pasé bien esos días.

El viernes todo cambió.

Tengo algo para decirte

A ver

Soy hincha de San Martín de Burzaco.

¿Eh?

Si, soy hincha del Indio, viejo.

No te puedo creer, ¡hice infantiles, inferiores en el Rojo, soy hincha, naci en el barrio y viene una parte de mi cuerpo a decirme que ella es de Burzaco!

Y bueno, ya soy mayor, ahora me animo a decírtelo. Y no quieras saber de qué club es el estómago con el que hablo seguido. Igual, es lo de menos. Lo que quería decirte es que este domingo no la voy a dejar pasar. Digo, siempre me la banqué y te di una mano aún sufriendo por dentro, pero ahora estamos jodidos con el descenso.

¿Qué me estás diciendo?

Que este domingo en el clásico no cuentes conmigo.

Te mato. Así. De una.

Dejamos de hablarnos hasta el partido. No creía que mi rodilla podía traicionarme, así que entré confiado. Salí de titular. En el arranque quise parar la pelota con la pierna derecha y la rodilla hizo una pirueta, la pelota se me fue por abajo perdiéndose atrás de la línea de cal. La miré de reojo. Esta no me puede arruinar el partido, pensé. El cinco nuestro tiró una pelota al vacío, ya la estaba por controlar, caí dando tres o cuatro vueltas en el pasto. Me raspé todo. Un compañero ayudó a levantarme. Habían cobrado tiro libre, por error, claro, no podían ver que era la turra de mi rodilla la que en realidad me hacía la vida imposible.

¿Lo pateas? – preguntó el árbitro-

No, gracias.

Me iba con los defensores. El técnico gritó.

¡Daniel! ¡Patéalo vos! ¿Qué estás haciendo? ¡Anda delante de la pelota!

No me quedó otra. Me paré como para pegarle al arco, directo. Les veía la camiseta a la barrera bien de frente. Pensé en la bronca que les tengo. Empezó otra vez.

¡Qué colores!

¡Callate o te cago a trompadas!

Pero mirá que combinación, azul y blanco, no hay cosa más elegante ¡que belleza! mirá, en la barrera está 

Carranza ¡Cesar! ¡Regalame la casaca!

 Lo único que te digo es que termina el partido y me corto la pierna si no hacés silencio

Flaco ¿estás bien?- me dijo Carranza, desde la barrera-

Si, si, nada, hablo solo nomás.

Tomé carrera.  El árbitro dio la orden. Pateé. Ni se a donde fue a parar la pelota. Creo que al lateral. Yo, obviamente, rodé en el suelo. La gente murmuraba. Quedé ahí tirado. Simulé una lesión, no podía comprometer al equipo. Me agarré la rodilla izquierda,  no sea cosa de que la otra empiece a los gritos. Le hice la seña al técnico de que no podía seguir. Desde el piso volvió a hablarme.

Ah! te acobardás!

No tenés vergüenza, no podés hacerme esto.

¡A llorar a la iglesia!

Me hizo enojar en serio.

¡¡Cerraelojete!! –le dije a mi rodilla.

El tuyo -me contestó ella, no sin razón.

Me senté en el banco de suplentes. Puteaba. Los demás relevos se habían ido a entrar en calor. Le pedí al médico que me ponga hielo en la rodilla. Ni bien se alejó un poco cambié la compresión a la derecha.  

¡Ayyyy! ¡Está frio che!

¡Sufrí cornuda!

¡Para! ¡No es para tanto! ¡Es un partido de futbol nomás! ¡paraaa!

Ah, ¿viste? aprendé a callarte y aflojo.

¡Me callo! ¡Me callo! ¡Te lo juro!

No te creo ni medio nena, juralo por Burzaco.

Daniel, ¿con quién hablas? –preguntó el técnico-

Con nadie Alberto, con nadie.

¿Seguro? me pareció que decías algo. ¡Parala Jorge¡ ¡parala y después jugás! ¡Rápido!

Dudé ¿y si le cuento? capaz que el también la escucha y me puede ayudar, el viejo este tiene experiencia, me conoce de toda la vida, de futbol infantil, tiene calle.

Mire Alberto, la que me habla es esta –la señalé- Hablale a Alberto che, dale.

La rodilla estaba inmutada. Alberto me miraba con los ojos abiertos al límite.

Ah, vos estás mal en serio Dani.

Pasaron unos segundos. Listo estoy en el horno, pensé.

No señor, tiene razón. Yo le hablo.

El técnico le dio definitivamente la espada a la cancha. Se acercó hasta donde yo estaba.

No lo puedo creer. ¿Vos no estarás agarrándome para la joda en medio del partido Daniel?

Señor, soy la rodilla de este gil. No es joda. A propósito, como te asustaste cuando me quedé callada danielito – se rió; yo estaba en silencio, con la pierna extendida-

Esto es un hallazgo Daniel. O nos estamos volviendo locos. Decime que me estas jodiendo- dijo Alberto, alarmado.

Andá y mirá el partido antes de mirarme a mi –le dijo ella- te están entrando por el lateral derecho, y si, también con el burro que pusiste. ¡Vamos sanma viejo nomás!

Alberto estaba paralizado. Después de unos segundos reaccionó. Pestañeó volviendo en sí.

Ah, maleducada.  Viene a darme indicaciones y para colmo hincha de Burzaco –la señalaba, inclinado, moviendo el dedo de arriba abajo; de vez en cuando miraba el partido por atrás del hombro, San Martín dominaba.

Ahora no te puedo atender, después vamos a hablar vos y yo.

¿Me estás amenazando? ¿Por qué no reconoces que el cuatro es un desastre y listo?  ¡Ya hace rato que tendrías que haber renunciado! ¡Ahí va, dale, dale! ¡Gol! ¡Golazo! ¡Vamos Burzaco todavía!

Daniel, ahogala, hacé algo, cortate la pierna, no sé, algo, ¡rápido! –me ordenó Alberto mientras los del Gran Buenos Aires festejaban su primer gol.

La volví a presionar con el hielo y me apliqué el vendaje. Se escucharon unos quejidos durante unos segundos. Después quedó en silencio. No sé si la asfixié o qué pero no habló más.

Pasó el partido. Perdimos.  En el túnel Alberto me separó.

¿Y? ¿Se quedó callada?

Le conté el episodio de la asfixia. Me agarró de un hombro y acercó su cara.

Mirá Daniel, que esto quede entre vos y yo. Hagamos de cuenta que no pasó nada. Olvidate. Ya está. Eh ¿cuento con vos?

Si, profe, quédese tranquilo.

Y se fue. Hizo un trotecito para agruparse con los demás. Yo me rezagué un poco.

La rodilla, en el resto de los días, confirmó el silencio o al menos yo no la escuché. Lo que son las cosas; empecé a preocuparme, a dar vueltas en la cabeza: “mirá si la maté realmente. Bueno, en ese caso tendría que, al menos, hacerle un velorio digno. Mejor no, a ver si la despierto y empieza de nuevo.  Pero no puedo dejarla así, no me cuesta nada unas horas de ritual como para cumplirle por todos los años que me acompañó calladita”.

El miércoles a la noche, o sea ayer, preparé todo. Hice, con cartón, un ataúd en miniatura que forré en papel afiche marrón. Quedó lindo. Me senté en el sillón del living, justo la pared de atrás tiene un crucifijo colgado que me vino diez puntos. Trabé el cajoncito en la rodilla. Eran las tres de la tarde, seis horas tenían que estar bien, tampoco era un ser humano, así que hasta las nueve me iba a quedar ahí haciéndole el velorio. Me acordé del técnico. Tendría que llamarlo. Agarré el celular.

Profe?

Quién habla, ¿Daniel?

Si, si

¿Qué hacés? ¿Qué pasó? decime

Nada profe, quería invitarlo al velorio

¿Eh? ¿Qué pasó dani? ¿Algo con la familia?

 No se preocupe, no es nadie de mi familia, están todos bien. Es por la rodilla.

 ¿Qué decís? ¿La rodilla?

Y, que quiere que le diga, no me parece correcto que la deje así tirada, desde el domingo que no habla y si la maté, tengo el deber de hacerle este pequeño homenaje, no puedo ser tan ingrato. No sé qué opinión le merece, pero pensé que, como vivenció algunos momentos con ella, capaz que le interesaba darse una vuelta, sin compromiso, obvio.

Pero vos estas para el manicomio Daniel, no, en serio, vos estás mal, ya te lo dije. Mirá que me voy a ir hasta tu casa para velar a la boluda de tu rodilla que de un día para el otro se le ocurrió hablar y además tirarnos en contra. Ni en pedo, Daniel, ni en pedo. Y dejate de joder con eso. Sacatelo de la cabeza. 

Haceme caso. Chau.

Alberto me cortó el teléfono. Tenía sus razones. Lo entiendo. Así que me quedé solo con mi rodilla, el crucifijo y el ataúd. Esperé un par de horas sin hacer nada, la pierna estirada en el sillón con el ataúd encastrado. Siete y media sonó el timbre. Acomodé el cajoncito en la mesita del living. Me acerqué al portero.

¿Quién es?

Alberto, Dani, Alberto

Le abrí. Entramos.

Después de que me hablaste no pude dejar de pensar. Tenés razón. ¿Hasta qué hora es la ceremonia?

Hasta las nueve.

Nos quedamos los dos en silencio un rato. Después conversamos. Del tiempo. De la familia. Un poco de futbol. Del país. Alberto hizo café. Se quedó hasta las nueve y media. En un momento me miró a la cara. Le pregunté que le pasaba. Con la voz temblorosa preguntó si podía despedirse, si no era demasiado, si me ofendía. Le dije que no había drama. Acercó su cara a la pierna. Cerré los ojos. Sentí contacto en la zona. 
Le dio un beso a la rodilla y se fue. Lo vi compungido. Yo me levanté. Enterré el ataúd en la maceta del balcón. Fui al baño, me pasé espadol en la rodilla. Agarré el teléfono y pedí una pizza chica. No tenía mucha hambre. Los velorios me cierran el estómago. A las doce ya estaba en la cama. Antes de dormirme pensé en la finada. Debo reconocer que tenía esperanzas de que estuviese catatónica. Se ve que no. Apagué la luz del velador.

Volvió a sonar el timbre. Prendí las luces como pude. Por la mirilla vi a Alberto con una mujer. Miré el reloj, las tres de la mañana. Abrí la puerta. Pasaron. La mujer pisaría los sesenta años. El dt nos presentó.

Ella es Brunilda, él es Daniel.

Saludé un tanto confuso. La miraba al tiempo que agachaba un poco la cabeza. Ella, al contrario, parecía segura de sí. Observaba con movimientos rápidos de cabeza los detalles de mi casa.

Disculpá la hora Danielito –dijo el profe- sucede que me siento culpable por lo de tu rodilla.En cierta forma soy responsable y me fui mal, que querés que te diga.

Si, lo noté –le dije bostezando con los brazos cruzados. Atrás de Alberto la mujer ponía su mano en mi heladera y la abría.

Qué busca ahí señora –dije salteando la figura del hombre. Brunilda me miró, refunfuñó y cerró. Siguió caminando por la casa pero la conversación del otro me impedieron controlarla.

Che, che, escuchame a mí querés. Te traje a Brunilda que es una bruja. Le conté lo que pasó y me dijo que hay chances de revivirla- dijo

Inmediatamente se me vinieron a la cabeza algunas ideas de la relación entre el profe y la bruja. Las deseché.

¿Qué dice? ahora el loco es usted profe; lo de la rodilla ya está, ya fue –quise concluir- eh, señora, venga para acá por favor.

Fui hasta mi habitación, atrás mío Alberto. En la cama estaba Brunilda acostada, las carnes fláccidas se derramaban sobre mis sábanas, nos miraba y se tocaba las tetas arrugadas. Lo miré fijo al profe.

 Esto es un asco Alberto. Es una vieja loca. Rajá de acá y llevate a esta psicópata –lo tutee enojado. Desde la cama se escuchó la voz de la señora. Nos dimos vuelta y quedamos de frente.

Vieja las pelotas –dijo Brunilda-  y en todo caso, para la ciencia, el primer loquito acá sos vos. Así que entre bomberos no nos pisemos la manguera –me calló.

Esto que estoy haciendo es un ritual –prosiguió- y ustedes se tienen que unir acá conmigo desnudos si quieren revivir al espíritu de la rodilla para pedirle perdón por lo que le hicieron. Sinverguenza –me clavó los ojos.

Noté algo raro en la mirada del profe hacia la bruja, como sea, el técnico no tardó diez segundos en sacarse los zapatos y la remera. Lo agarré del hombro y lo aparté al pasillo trastabillando y enredado en los cordones.

Es una locura ¿A quién carajo trajiste a mi casa? Yo ya hice el velorio como Dios manda. No tengo nada que pagarle a la rodilla de mierda esta. Se lo digo bien Alberto, llévesela y le juro que no le cuento a nadie que usted se está volteando esa verruga con pelos –dije.

No pibe. Bah, bueno, de vez en cuando me hace el favorcito, nada más –aclaró- Pero te pido por favor, dame una mano en esta, tengo una culpa que no puedo más con tu rodilla, le quiero pedir perdón. ¿Y mirá si no podés volver a jugar con la misma soltura de antes por haberla matado? ¿No te genera miedo eso? Por favor te pido. Hacelo como una manera de devolverme todo lo que te enseñé en la cancha. No lo tomes como que te paso factura pero entendeme que a esta edad ya no quiero cargar con ninguna angustia, solo estar tranquilo, hacer la plancha hasta el final, como vos decís, -y bajó la voz- sacarme la leche con esta mina de vez en cuando, nada más.

Pensé unos segundos. Con lo de las inferiores me tocó adentro.

¿Y van a pasar? Dale Alberto que en cualquier momento amanece –dijo Brunilda desde la pieza.

Un rato mas tarde los tres estábamos sentados desnudos en la cama. La ceremonia era deplorable. Alberto y yo debíamos agarrarnos las manos, decir un “ommmm” y Brunilda se refregaba lo que quedaba de sus tetas pronunciando al mismo tiempo lo que ella decía que eran unos pases mágicos. Antes me había untado la rodilla con manteca. Teníamos que estar así hasta que el lácteo se derrita como señal de la presencia del espíritu. Por suerte mi posición exigía los ojos cerrados.

No pasó nada durante unos veinte minutos. Abrí los ojos decidido a echar a esa gente de mi casa. Serían como las cuatro de la mañana. Corté el “ommm”. Sentí que la manteca se deslizaba, derretida, por la rodilla y caía a la sábana.

¡Fuerzas oscuras! ¡madre de todo! ¡acá está su presencia! –gritaba Brunilda. Alberto abrió los ojos, se incorporó para agarrar los anteojos, miró de cerca la manteca derretida y se fue corriendo en pelotas. Lo miré. No entendía nada.

Bueno ya está, vístanse y váyanse de acá. Basta con esta payasada –dije con el short en la mano.

Mocoso de porquería tenga usted más respeto con los espíritus y con el trabajo de una dama como yo. 

Ahora tiene otra vez a su rodilla de vuelta. Me va a deber de por vida que usted pueda seguir jugando al futbol –me retó la vieja.

Por el pasillo escuchamos los pasos descalzos y pesados de Alberto. Venía corriendo con un cuchillo en la mano levantada. Salté de la cama. El hombre me atacaba.

Traeme esa hija de puta acá Daniel que la hago mierda –gritaba.

¡Pará un poco! ¡No entiedo un carajo! ¿¡No le querías pedir perdón!? –le contesté a los gritos. Brunilda se vestía como si nada estuviera pasando, indiferente.

Ni en pedo ¡Armé todo! La hija de puta de tu rodillita o vos me engualicharon, no se. ¡Me echaron a la mierda hoy a la noche por la derrota en el clásico! Cuando llegué a casa me encontré con el telegrama. La fui a buscar a Brunilda. Tampoco supo la verdad hasta recién. ¡Lo único que quiero es matar personalmente yo a tu articulación! ¡Dale hablá hijadeputa! –cuando terminó se me abalanzó. Lo esquivé por arriba de la cama y quedamos enfrentados en posiciones invertidas a las anteriores.

Vida y muerte. Muerte y vida. Todo está sobrevalorado muchachos –interrumpió Brunilda el momento tenso –Betito querido, esa rodilla está más muerta que nunca. La manteca se derritió por el calor natural pero no es la forma en la que el espíritu revivido trabaja. Me equivoqué. Soltá ese cuchillo y vámonos a casa que es muy tarde –ordenó ya cambiada con su vestido violeta y sus collares colocados.

El profe la miró y, cosa increíble, se le fue bajando la furia inmediatamente, lo que es el amor. Soltó el cuchillo arriba de la cama, agachó la cabeza, se tomó los ojos y empezó a llorar. Entre las lágrimas decía “toda la vida trabajando en el club, toda la vida”.

Brunilda escuchó y lo retó “bueno, mal no te va a venir salir a buscar otro laburo viejo”. Lo tomó de la mano, le acarició la cabeza y fueron hasta el comedor. Me puse las ojotas apurado y los acompañé a la puerta. Alberto se iba con la cabeza gacha, lagrimeando todavía. Antes de irse Brunilda giró, me guiñó el ojo y me tiró un beso. Cerré la puerta golpeándola y puse la alarma. Sonó mi celular. Un mensaje de texto de un número que no conozco. Abrí y leí: “Danielito, soy Brunilda. Este favor de hoy me lo vas a pagar durante un buen tiempo si querés que no le diga nada a Beto. Con una visita semanal y fogosa me alcanza. A veces capaz que voy a pedirte dos visitas semanales. Te salvé la vida de ese cuchillo. Ya vas a ver por qué. Copia mi número. Beso. Bru”. Vieja loca, pervertida, que asco; pensé. Me fui a acostar aunque claro, no dormí.          

Hoy entrenamos. Me estoy bañando. Recién sentí una puntadita a la altura del ombligo.
¡Euu! ¡Che! ¡maestro!
El domingo que viene definimos cosas importantes con Ituzaingo.


lunes, 25 de febrero de 2013

Luces raras en el Tercer Cordón


De Pablo nunca supimos si le gustaban las mujeres, los hombres o que. Eso sí, tenía buen material, que cuando lo sacaba para mear, le sobraba en la mano. Le sobraba pija, digamos. El problema es que siempre que íbamos a los cabarets de Monte Grande nunca pasaba. Se tomaba mil quinientas cervezas, bailaba un rato y se iba. Nosotros, al contrario, éramos unos alzados estúpidos.

Los cuatro laburábamos en una tercerizada que trabajaba para la Mercedez Benz y además sacábamos trabajo para una autopartista grande de zona oeste. En el verano, después de las licencias de enero, el almacén, donde están los insumos y los repuestos, quedaba vacío así que los directivos de la fábrica armaban un grupo suplente con gente de cada sector. Ese verano nos tocó a nosotros.  Pablo era de chapistería. Cortaba y doblaba chapa entre ocho y nueve horas por día. Siempre dijo ser el mejor manejando la cizalla aunque era claro que los supervisores no se daban cuenta. King Kong, un chaqueño enorme, una acumulación morocha de brazos, piernas y cabeza y Víctor, eran de pintura. Yo, el música, trabajaba en ensamble. Supuestamente éramos los menos requeridos en cada área. Por eso íbamos al almacén. Y ahí nos conocimos. Ojo, la pasábamos bien. Como hay poco movimiento, en esos meses el almacén se convertía en un campeonato interminable de truco. Tampoco faltaba bebida, que  ingresaba disimulada con la ropa y los botines. En invierno es un poco mas movido, pero los supervisores ni se acercan por el frio que hace en el galpón; así que la pasamos dedicados al licor de chocolate y la ginebra. A veces costaba disimular el pedo, pero sabíamos arreglarnos.

Contra la usanza tradicional de la firma, quedamos  en el almacén en condición de permanentes. La empresa no podía echarnos no sé porque convenio, así que confinó nuestros destinos ahí adentro.  Pagaban por quincena. Es una fija que la primera del mes la reventábamos en Monte Grande. Unos calentones. Pablo no. Se divertía, eh, y también la reventaba. Pero en porquerías y alcohol. No es que sufría por eso. No. Se caga de risa de todo. Tuvo una novia. Nunca supimos si se la cogía. Pero jamás nos planteó un bajón o algo así. El escabiaba y fumaba. De todo. Con eso era feliz. 

Una tarde mas salimos del laburo con todo organizado para reventarnos en el pelotero. Nos tocó turno mañana, de seis a dos. Terminamos y nos bañamos. Víctor acercó la Chevy verde. Calculamos que tipo cuatro de la tarde llegaríamos a Monte Grande. Era el horario que más nos gustaba. Encontrábamos a las chicas bañaditas y frescas para la jornada. Había tiempo de sobra para hacer lo que nos dé la gana.
King Kong era el que más tardaba en bañarse. Pablo, Víctor y yo lo esperábamos afuera, cerca del puestito de seguridad  cambiados y económicamente perfumados.

Salimos los cuatro a la playa de estacionamiento. La Chevy verde cerca. Subimos al auto. Víctor manejando, Pablo en el asiento de acompañante y King Kong y yo atrás. Prendió el auto. Cruzamos el puesto grande de seguridad y agarramos Ruta 3 para el lado de Casanova. En el stereo sonaba una AM. Las locutoras hablaban de una explosión en una casa de zona sur. No se sabía que la había causado. Sospechaban de un meteorito, o algo parecido.
-Ponete un disco Pablito- le dije.
-A ver que tiene este- Pablo empezó a hurgar en la guantera. Había un par de discos truchos. Los Redondos, Las Pelotas, La Renga; se llegaba a leer desde atrás.
-Poné La Renga- tiró King Kong convencido.
-No, ni da, ya me tiene podrido el salame del Chizzo; siempre lo mismo con estos locos- dije. King Kong me miró, con una mirada que si no lo conocés te querés haber muerto ayer.
-Bueno, vamos con Los Redondos. Uy, a ver, acá hay uno raro- Pablo sacó un disco mas- ah, mirá, Almendra, loco, ¿les cabe?-
-Y ponelo que se yo- le contesté. A King Kong y a Víctor parecía no interesarles ya la música que elijamos.
-Poné lo que quieras chabón, pero vamos a comprar algo para tomar- Victor confirmó.
Hicimos unos kilómetros y compramos cervezas y una petaca de Criadores a la altura del 35. En el estéreo sonaba Almendra. Al palo. Abrimos la cerveza. Le dábamos un trago cada uno. Víctor aceleraba la Chevy. Pasamos Laferrere, el puente del 29, el aeródromo, Cristianía y llegamos a la rotonda de San Justo. Ya nos habíamos bajado tres birras. Es impresionante lo que escabia King Kong. Y ni hablar de Pablo. Empecé a armar un porro. Lo prendí. Pité. Tosí. Se lo pasé a Pablito, el más interesado. Víctor fumaba, manejaba y escabiaba un trago de vez en cuando. Un pulpo. Sonaba “Gabinetes Espaciales”. Charlamos algunas boludeces a los gritos. Lo que importaba era escabiar. Almendra nos estaba copando. King Kong, en un riff, movió la cabeza. Todo un logro.

Como venía y en cuarta, Víctor dobló en la rotonda para la derecha. Me quedé mirando un cartel de “Cristo la solución” que tapaba a medias uno de “Ledesma Conducción”. Fenomenal. Di otra pitada y lo pasé. Me dio sed. Pablito ya estaba abriendo una cerveza más. Tomó y se la pasó a Víctor. Que increíble como hace este tipo, me pregunté. Tomaba con una mano y con la otra pasaba un cambio dejando el volante libre unos segundos. Increíble. Agarramos camino de cintura en dirección a la autopista. King Kong sacudía la cabeza con el riff de “Mestizo” y le dio otra pitada al porro. Gran canción, pensé. Pablo subió el volumen.

Cruzamos por debajo del puente. Victor seguía firme con su estilo de manejar. Dobló otra vez como venía a la derecha y enfilamos para Monte Grande. Mientras maniobraba un 51 de la San Vicente tuvo que frenar y esquivarnos. El colectivero puteó. Pablo sacó una bujía vieja de la guantera y se la tiró contra la chapa. Trabajé de mecánico en esa empresa. Son unos ladris. Terminás engrasado de pies a cabeza, se trabaja turno americano y no te pagan como debieran. Mientras el proyectil volaba me acordé de que un compañero de la línea se quiso afiliar a SMATA y lo rajaron. La bujía abolló el número de interno. La cara de cagazo del chofer fue memorable. Pablo sacó el brazo y le hizo gestos de que lo íbamos a fajar. La chevy aceleró. Largué una carcajada. Pablo y Victor también. King Kong seguía concentrado en la música. Tenía los ojos rojos como dos huevos de sangre. Parecía un diablo toba.

Llegamos a “lo de Fabi”. Así se llamaba el puterío. Victor apagó el stereo cuando empezaba “Color Humano”. El primer riff dibujado sobre el mi menor y el do mayor se silenció de golpe. Qué lástima. Bajamos. Subimos la escalera. Finita. Apretada por dos paredes que solo tenían el revoque grueso y te raspaban el codo si subías distraído. Arriba nos recibió Fabiana, la dueña. Entramos. El local estaba vacío. Pablo, enfiestado, aplaudía descompasado una cumbia que revotaba por todos lados incentivada con las paredes vacías de presencia humana más allá de las chicas y nosotros. Rubén, el seguridad, llegaba alrededor de las cinco. Todavía no eran ni las cuatro. “Un boleto tan chiquitito fue el pasaje sin regreso, tenía tanto valor, para costarme tu amor” decía la cumbia. “Poca Plata papá!” gritó Pablo y aplaudía en negras levantando los brazos y tirando pasos desastrosos. “Tropihits noventa y ocho, si, si, lo tenía en cassette a este” me decía a los gritos y a solo un metro de distancia. Se acercó a una mesita y se puso a picar. Ahí se quedó. Con Victor saludamos a las chicas. Nos querían hacer bailar. Claudia, una morocha tetona me pasó los brazos por encima del cuello. Sus tetas se me quedaron a tiro de mordida. “Estoy fumando sin control, estoy tomando sin parar” cantaba Leo Mattioli. A mí se me paró la pija. Siempre me pasaba.  Ni bien entraba, ya estaba al palo. Pero me reprimí. Quería tomar algo antes de pasar. Le dije a Claudia que hoy era su noche. La morocha se reía. Que lindas que son. Cualquier cosa que les digas las divierte.

Pablo terminó de armar un porro en la mesita. Nos acercamos con Victor. King Kong ya estaba sentado. Había sacado la petaca y se la estaba tomando solo. “Convidá che”. Obligó Victor que tenía más confianza con el negro como para decirle cosas en ese tono imperativo. El chaqueño era manso y obediente. Pero si no eras prudente podías terminar con suero en un hospital. Callado, King Kong pasó la botella. Yo me compré una cerveza. En un vaso de plástico de litro. A la piba de la barra le hice un chiste malo sobre el parecido de mi semen y la espuma sobrante de la botella que ella corrigió con la lengua.

La Colo puso otro disco en la máquina de música. Cuarteto.  Di una seca después de Pablo. Me acordé de cuando en la secundaria escuchábamos Rodrigo. Que grosso este tipo. Una vez organizamos para ir reventados a la escuela. Nos juntamos en la casa de uno de los pibes. Compramos dos vinos blanco y los bajamos. Fuimos de la cabeza a estudiar. Uno llevó un TDK que tenía grabado a Rodrigo. Si. De un lado Rodrigo y del otro 2 minutos. Pusimos el cassette y en plena hora de inglés nos pusimos a bailar. La profesora se puso loca. Nos gritaba. Golpeaba la mesa. Los tres que estábamos borrachos no parábamos de bailar. Fue un quilombo barbaro pero no pasó de seis amonestaciones pedorras para cada uno. No me acuerdo bien si la profesora a partir de ahí se pidió licencia. Vieja de mierda. Estaba re loca. Pité una vez más y tomé un poco de cerveza. La colo nos invitaba a la pista. Menos King Kong fuimos los tres. Nos pusimos a bailar cuarteto. Un giro. Otro. Pasitos hacia la pareja. Pasitos hacia atrás. Siempre agarrados de las minas. Como se reía Pablito. Giraba sobre sí con los brazos abiertos. Siempre descompasado. Le hicimos una ronda. Después la desarmamos y él se quedó igual con los brazos extendidos como dando una abrazo al cielo. Siempre girando. “Soy cor-do-bés me gusta el vino y la joda y lo tomo sin soda porque así pega más…!!”. También cantaba. Desentonado. Corrido. Saltaba. Y se cagaba de risa. Víctor bailaba con una rubia que la semana pasada era morocha. Se apretujaron un poco. Se fueron por el pasillo en dirección a los cuartos. King Kong nos miraba desde la mesita. Seguía tomando. Yo bailaba rozándome con Claudia. “¿Vamos?” me dijo. Es mi preferida. Me llevó ella de la mano también al pasillito de los cuartos. Desde la mesita King Kong llamó a la Colo. Le habló al oído. Se levantó y se fue a la piecita que quedaba atrás de la máquina de música. Pablito seguía bailando solo porque el resto de las chicas se acomodaron en la barra. Por la puertita apareció Rubén. Serían las cinco de la tarde.

Ya habíamos terminado con Claudia cuando se escuchó un ruido fuerte en el techo. Como si hubiesen prendido una turbina y la hubiesen apagado al toque. No le di importancia. Volvimos al bar. Ya estaba el chaqueño. Vi a Pablito tirado en el sillón a lado de la mesita. “Poné algo de rock, negro” le gritó a King Kong. Puso dos monedas de un peso. Y buscó en las carpetas de rock. En un momento dejó de mirar la pantalla y nos miró a nosotros. Se reía y afirmaba. Empezó a sonar Almendra, “Color humano”. Continuaban los riffs. Las chicas pegaron un grito, “sacá eso che!!”. Con la mirada del chaqueño alcanzó. “Beso mares, de algodoooonn, sin mareas, suaves sonnn…”. Empezó a cantar el flaco por el parlante. King Kong reía mientras se acercaba a la mesita con nosotros. Hizo señas de que nos traigan dos birras.

A los pocos segundos volví a escuchar el ruido fuerte en el techo. No fui yo solo. Todos miraron para arriba. Rubén se levantó de su banqueta y caminó hacia la escalerita que da a la terraza. Todo el bar lo miraba. Revolvió en el bolsillo y sacó una llave. Abrió el candado que unido a una cadena cerraban la puertita de chapa. Después lo perdimos de vista. La puerta se cerró cuando terminó de pasar. Víctor  apareció con una cerveza más. Se sentó en la punta del sillón. “Como coge esta mina loco” dijo. Lo miramos. Pero no le dimos bola. Volvimos a mirar la puerta a ver si reaparecía Rubén.

Como el guardia no volvía, la Fabi nos pidió si podíamos asomarnos a ver que pasaba. Se levantó el chaqueño y atrás los demás. Forcejeamos con la puerta. Por fin, King Kong la dobló toda y pudo abrirla. Subimos al techo. Una estructura metálica del tamaño de una camioneta, circular y con algunas luces, se apoyaba sobre la loza. “Es un plato volador, boludo” dijo Pablo casi asfixiado. Me toqué los ojos. Pensé en todo lo que habíamos tomado. Estamos flasheando mal la putamadre, pensé. Pero no. Salvo que a los tres nos pegue de la misma forma. Imposible. La estructura seguía ahí. Silenciosa. No había ni señales de Rubén. “No toquemos nada che” dijo King Kong. Habló. Si. La situación lo ameritaba.

Bajamos Pablo y yo. Le dijimos a Victor que cierre la puerta del cabaret. Que no entre nadie. Y que tampoco se vayan. Ya estaba oscureciendo. Fueron subiendo a mirar el platillo volador. Volvían con caras de no poder creerlo. De Ruben ni noticias. Pero la nave tampoco se abría ni emitía ningún sonido. Apagamos la música. Esperamos. Tirados en el sillón. No se que esperábamos. Estábamos inmóviles. A mí me empezó a agarrar sueño. Se ve que a varios también. Bostezaban. Subían. Miraban la nave. Acercaban la oreja y golpeaban a ver si adentro contestaba alguien o algo. Volvían a bajar frustrados. “Ya fue” dijo Pablito. “Debe ser una joda de Rubén, che. Habrá salido por la casa que da al lado del local. Seguro vuelve. Me duermo, loco. Traeme una birra fabi”. Se levantó y fue a la máquina de la música. Puso dos monedas. Eligió uno de los Redondos. King Kong lo miraba serio desde el sillón. Para mí que desconfiaba. Pero el negro era manso. Se quedó callado. Fabiana trajo tres birras. Claudia se me sentó encima. Victor se puso a armar otro porro. Me puse al palo otra vez. Nos fuimos con Claudia para el lado de los cuartos.  King Kong se fue también con la Colo para la pieza de atrás de la rockola. Llevé una birra que fui tomando por el pasillo. Pablo bailaba de nuevo con los brazos abiertos en el centro del bar.

Se abrió la puerta que daba a la terraza. Los que estaban en el sillón se pararon de golpe. Yo estaba en la barra tomando un tequila. A la birra a esta altura de la noche ya no le siento el gusto. Miré hacia donde miraban todos. Debe ser Rubén. Se aburrió de la broma, pensé. Una luz de tonos verdosos empezó a colarse desde la puerta. Apuré el tequila. Pablo seguía bailando. Miré a Victor. Estaba de pie. Observaban la puerta. Y las luces. Ahí se aparecieron. Dos figuras de un metro ochenta de alto aproximadamente. Cabezonas. Con ojos grandes y estirados. Las luces le refulgían del cuerpo. Uno tenía a Rubén con una correa. Encadenado del cuello. Era su rehén. Los dos llevaban una lanza cada uno. O algo parecido que en su punta tenía dos anillos. Nos quedamos helados. Pablito dejó de bailar. Las chicas empezaron a gritar y correr para los cuartos. Uno de los extraterrestres levantó su lanza. Apuntó al sillón. Y disparó una ráfaga de luces. Por suerte lo hizo mal. El sillón explotó. Victor salió volando por el aire. Cayó al suelo. Se movía. Me asusté. Los extraterrestres avanzaron unos pasos y volvieron a apuntar. Corrimos para el lado de la puerta de entrada con Pablo y nos pudimos cubrir de otro disparo de luces. La barra saltó en pedazos. Se nos venían encima. Rubén estaba todo mojado. Se vé que se meó. Ya los teníamos adelante nuestro. Apuntaron los dos juntos. Cerré los ojos para despedirme de todo. Le agarré el brazo a Pablo. Instintivamente busqué la presencia de un amigo en el final. Pero el disparo no salió. Sentí un golpe seco y otro más. Al lado mío el cuerpo de un alien desplomado. King Kong tenía agarrado al otro por detrás. El extraterrestre despedía luces intermitentes. Parecía desesperado. El chaqueño gritaba. “Pegale una trompada al hijo de puta este!! dale boludo!!”. Lo cagamos a piñas con Pablo. Le sacamos la lanza y se la partimos en la zona de las costillas. Cayó desmayado. Después el chaqueño buscó dos sillas. Volvieron todos. Rubén quedó liberado pero con la correa colgando. Victor dijo que en el auto había unos precintos que se llevó de la fábrica. Bajé con pablito. La Fabiana me alcanzó la llave de la puerta. Salimos. Afuera ya era de noche. Algunas estrellas se podían ver entre los cables de luz. Abrimos el baúl de la Chevy. Revolví entre unas camisas de grafa viejas que oficiaban de trapos. Encontré una bolsa de una casa de deporte con unos guantes de gomero y los precintos. Agarré todos los que pude. Volvimos a subir. Antes cerramos la puerta del cabaret con llave.

King Kong sujetaba a uno de los exraterrestres en la silla mientras Victor les ponía los precintos. Muñecas y tobillos. El otro lo sostenía Rubén y Pablo sujetaba. Una vez terminada la tarea los observamos un momento a cierta distancia. Movían las cabezas suavemente de un lado a otro. Rendidos. Las luces del cuerpo se les debilitaron hasta extinguirse.

-Estos hijos de puta me cagaron a trompadas y me querían coger me parece- dijo Rubén.
-Pensamos que nos estabas haciendo una joda.
-Cuando subí vi la nave abierta, entré y uno de estos me embocó. Después me sacaron la ropa. Y me dormí. Aparecí encadenado así como me ven.
-Bueno che, andá y cambiate que tenés un olor a meo bárbaro. ¿Qué van a hacer con estas cosas?- preguntó la Fabiana- acá hay que seguir laburando, ya va a empezar a caer la gente y hay que hacer plata.
-Dame otra birra Fabi- pidió Victor- ahora terminamos con estos bichos.

El chaqueño se acercó despacito a la cara de uno de los extraterrestres. Pablo había armado otro porro. Se lo pasó a King Kong. Con Víctor mirábamos desde la barra. El chaqueño le dio una seca y lo pasó. Se refregó. Le levantó la cabeza al alien con una mano. La otra se la introdujo en uno de los ojos. Tironeó un poco. El ojo salió completo con un manojo de algo parecido a las venas. Después hizo lo mismo con el ojo restante. El extraterrestre emitía sonidos extraños. Todos nos cagabamos de risa. La mano de King Kong estaba cubierta de una especie de plasma. Se limpió un poco en el pantalón y me pidió la cerveza. Le dio un trago largo. Iba a empezar con el otro. Pablo lo detuvo. Le puso la mano en el pecho. “Este es mío” le dijo. Le miré los pantalones. Pablito estaba al taco. “Ayudame negro” le ordenó a King Kong. “Llevámelo a la pieza”. El bruto lo cargó con silla y todo y se fueron los tres a un cuarto. Nos acercamos con Víctor para mirar. Lo sacaron de la silla y lo ataron en cuatro patas a la cama. Como el otro, este alien emitía sonidos débiles. Pablo peló. “Déjenme solo, loco”. Nos fuimos al bar. Pablito se abrochó al extraterrestre.

-Listo negro, hace lo que quieras- dijo Pablo volviendo de la habitación. Traía la cara alegre. King Kong fue y volvió con la cabeza del bicho en la mano. La pateó. Volvimos a reírnos. Después juntamos los cuerpos en bolsas de residuos y los sacamos a la calle. Fuimos a ver la nave a la terraza.  Entramos. No era muy grande. Muchos botones. “Si me la dejan la vendo por partes acá en la zona” dijo Rubén. La Fabiana no tenía drama. Nosotros tampoco. Así que bajamos otra vez al bar.
-Bueno, ponete una cumbia- me indicó la Colo.
Puse un disco de Damas Gratis. Bailamos y tomamos un buen rato. Cuando empezó a caer la gente nos fuimos.
-¿Podés manejar Víctor?- le pregunté- teníamos un pedo histórico.
-Si si, mamado soy Nigel Mansell. Manejo mejor escabio.
Subimos los cuatro. Víctor arrancó el auto. Aceleró.  Prendí el estéreo.
Continuaba Almendra. “Somos seres humanos sin saber lo que es hoy ser humaaanooo”. Cantaba el Flaco. Pablo sacó la cabeza por la ventanilla y cantó, también, a los gritos. King Kong movía la cabeza. El ritmo le gustaba.

jueves, 21 de febrero de 2013

La pescadilla que supo lo que venía.



El aire faltaba en el Falcon Futura más por la presencia de la tierra entrante del  camino que por una ausencia física del oxígeno. Mi viejo manejaba y fumaba. Mi vieja al lado cebaba imprecisos mates. Nosotros tres atrás hinchados las pelotas pero obedientes. Si llegábamos a pelear mucho en el auto mi viejo frenaba, pegaba dos o tres gritos y nosotros quedábamos calmados. Era lo mejor. Si estaba sola mi vieja nos curtía a palos. Al menos a los dos varones; Marisa se llevaba una lavada de cara forzosa. Otros tiempos. Tiempos de poca mariconeada. Donde no existía la autoyuda. Ni los veganos. Y se podía fumar adentro del auto con los chicos en el asiento de atrás.

El humo, la tierra, los mates. El calor. Un dejo salino se percibía, sin embargo, entre tanta intención de masacote de tosca y arena molida. La cercanía del mar. En cambio las liebres asesinadas con el chasis del auto señalaban otra cosa: la distancia con las ciudades más urbanas. Cuando mi hermana Marisa preguntaba por el golpe mi viejo contestaba que eran piedras. Enrique y yo llevábamos la contabilidad comparando los decesos de cada viaje.

El balneario La Baliza queda a unos treinta y cinco kilómetros de Carmen de Patagones, último pueblo al sur de la Provincia de Buenos Aires. Era sábado. Salimos a las nueve de la mañana. La idea de los viejos era pasar todo el día en la playa. Calculaban que tipo diez estarían ella tomando sol y el pescando caña en mano. Padres jóvenes. Con treinta y cuatro cada uno y tres pibes de entre ocho y cinco años.  Mi vieja puso Doble Vida de Soda Stereo.

Vadeamos un par de médanos y estacionamos el auto en lo que sería el final del camino. Ahora no se cómo está todo pero en ese momento el balneario era el desierto con mar. El hombre de la casa dio la orden de bajar las cosas. Las cañas y las sillas Enrique y yo. Mamá bajaba la canasta con la comida. Marisa nada. La carpa y la sombrilla, peligrosa por su lanza, y la valija de pesca eran bultos para mi viejo que en un segundo viaje cargaría con la conservadora repleta de Mocoretá y dos Palermo.

Los cálculos les fallaron por minutos. Diez y veinte la primera caña de la familia era clavada en un haragan repintado color verde. Me la dio a mi para vigilarla mientras armaba la de Enrique, el más chico. No era necesario comprar mucha carnada. Solo algunas anchoas congeladas traidas desde casa. El resto lo entregaba la virginidad de la playa. Bastaba meter la mano en la arena mojada después que la ola se retire y buscar algunas almejas que inmediatamente eran sacrificadas sobre los anzuelos ofreciendo así el alimento preferido de los habitantes del Mar Argentino.

En la carpa las mujeres tomaban sol y preparaban mate. Mi vieja se pasó antes el Rayito de Sol. A Marisa no le puso nada pero no le sacó la remera por las dudas. Después si, azúcar en el recipiente de calabaza, un poco de yerba, agua caliente del termo para remojar, dejar asentar, clavar la bombilla que descansaba en la azucarera, colocar agua, tomar, escupir el primero y comenzar la ronda. Todo eso hizo. Y llamó. Con un silbido hacia adentro que en su agudeza lograba cortar el viento y el ruido de las olas mas efectivamente que un grito. Giré. Levantó el mate de calabaza. Avisé a mi viejo, al lado mío, que fumaba y terminaba de armar la caña blanca de Enrique. Miró a su mujer y con un movimiento de mano en el aire logró que entienda que ahora iba. Se internó unos quince metros en el mar, hasta las rodillas. Descorrió el freno del reel Escualo. Desplegó la línea madre sobre su espalda arrastrando al avanzar la plomada en el agua. Miró hacia atrás una vez más. Va plomo. Tiró hacia adelante con fuerza. La línea anduvo en el aire unos segundos y se perdió detrás de unas olas que nacían. El sueño de alcanzar la segunda canaleta, donde están los más grandes, parecía  realizable.

Vino caminando con la caña en la derecha de frente a sus dos hijos varones. Le indicó a Enrique que clavara el haragán en la arena y puso la caña en él. Le tocó los pelos felicitándolo. Bien, dijo y nos explicó a los dos que tuviéramos la tanza y que si sentíamos un tirón sacudiésemos hacia atrás o lo llamemos, que ahora venía. Se limpió las manos en un trapo que colgó de su cintura y fue a donde mi vieja lo esperaba. 

Ahí estaban las tres cañas firmes apuntando en dirección al centro del agua. No pasó mucho tiempo del primer pique. La caña de mi hermano se sacudió hacia adelante dos veces. Enrique asustado la levantó y con fuerza de cinco años tiró hacia atrás.  Rápido llegó el viejo a auxiliarlo. Nos estuvo mirando mientras tomaba mates y vio toda la secuencia. Controló la tanza. Sintió los toques. Volvió a clavar hacia atrás y comenzó a recoger. Lo tengo, nos dijo. Volvió a felicitar a mi hermano que corría alrededor suyo emocionado. Avanzó otra vez hacia el mar. Algunos metros. El agua le golpeaba, mínima, los tobillos. La pescadilla llegó boqueando. Mediana. Bien. Le retiró el anzuelo con una pinza de un mango amarillo fuerte. Levantó el pescado en el aire mostrándoselo a las mujeres que respondieron con gestos de pulgar en alto y lo colocó en un balde con agua de mar. El pescado moriría lentamente con la cabeza hacia abajo. Mi hermana se acercó para ver el escamoso animal. La guíamos al balde y señalamos la cola que daba espasmos cada tanto. La presencia de agua en el recipiente la alegró. Se fue contenta hacia la sombrilla.

El Mar Argentino, al sur, proveía en ese momento peces en abundancia. Fue así hasta que el peronismo íslámico de los noventa permitió el ingreso de barcos con redes de arrastre que destruyeron a su paso las huevas y la posibilidad de la reproducción continua. Paradoja: mis viejos votaron a Menem. Las dos veces. Y ahí estábamos disfrutando de una salida de mar y pesca solo posible sin la hiperinflación del radicalismo. Como sea, no exagero. Sacamos de todo: pescadillas, corvinas, chuchos y hasta congrios. Los peces se clavaban solos. Por la continua práctica esa tarde aprendimos Enrique y yo a recoger y traer los bichos a la costa.  El balde no dio abasto. Los pescados se apretujaban uno contra otro y los espasmos continuos tiraron el recipiente. Hubo que sacrificar para dejar lugar. Mi viejo y un cuchillo se encargaron de eso.

Fue en su caña que sucedió el pique extraño. Ya el sol se iba. Mi vieja jugaba a la paleta con Marisa. Aburridos de tanto sacar, el viejo tomaba un mate y los dos varones jugábamos con unos autitos de goma Piluki.  El más chico vio como se arrastraba la caña gris con bordó y con un grito la señaló. Allá fue mi viejo corriendo y atrás nosotros. Estuvo peleando unos veinte minutos cuando apareció la enorme pescadilla. Ochenta centímetros. Un tamaño nunca visto en esos animales. Un monstruo. Golpeaba con fuerza con la mitad trasera del cuerpo sobre la arena mojada y el agua de la orilla salpicaba los brazos de su pescador en el combate por sacarle el anzuelo. Sosténganla, dijo. Fuimos con Enrique y la tomamos del lomo. Hicimos presión. Quitó el garfio y la pateó para sacarla definitivamente del agua. Cuando giraba en la arena escuchamos el insulto. Laputaqueteparió, dijo la pescadilla en perfecto castellano.

Nos quedamos absortos. Habló, dijo Enrique. Habló, pa, habló!! Repetía. Yo me sumé al coro del más chico. Mi hermana se acercó a ver la magnitud del bicho dejando a su madre en la sombrilla juntando las paletas. Se quedó mirando con los ojos abiertos al máximo de su capacidad.

Papá nos ordenó no acercarnos mucho. No importó. Hicimos un círculo alrededor del bicho que sacudió los ojos, escupió agua y empezó el discurso que nunca olvidé. Con voz ronca, como la de los hombres que no frenan en su adicción a la bebida blanca:

Qué carajo están mirando ustedes pendejos de mierda. Y vos boludo. Devolveme al agua, dale. A cambio puedo decirte algunas cosas que te van a venir bien. Te cuento si querés. El próximo técnico de la selección va a ser Basile. Vamos a ganar las dos Copas Américas que vienen. Y esa va a ser nuestra maldición futbolística por décadas. Porque a Basile le va ir bien casi siempre. Y se va a ganar fama de vago. Aunque no se sabe exactamente si lo es. La cosa es que un ejército de pelotudos va a defender esa forma de hacer sin hacer durante mucho tiempo. Van a presenciar los desastres futbolísticos más grandes de la Argentina a nivel selecciones. Todo hasta que aparezca un pibe, no de Buenos Aires, medio europeo que se va a poner la celeste y blanca y va a terminar la racha negativa. Pero para entonces va a pasar mucha agua. La desgracia de Maradona por ejemplo. Eso lo que tiene que ver con el futbol. Con la política te digo, el que gobierna ahora va a ser maldecido mucho tiempo. Después va a venir un presidente medio tuerto querido y polémico. Va a renegar del que está ahora y que él apoya. Será su rival. Después el que está ahora va a tener su resarcimiento. Pero eso todavía más adelante. En cuanto a la ciencia. Vas a tener computadoras en todas partes de tu casa. Hasta en tu mano vas a llevar una computadora muy chiquita que se podrá llevar a todos lados, incluso al baño. Bueno, no se que más. Respecto de tu vida y la de tu familia, van a estar bien. Te puedo decir más si querés, es mi propuesta si me devolvés al agua. Algunos números de la Nacional y el Prode de la fecha que viene te puedo decir. También puedo laburar adentro con mis compañeras para cambiar el futuro. Podemos alterar algunas cosas. El futbol y con esfuerzo cosas mínimas de política. Del resto no podemos hacer nada. Pero demasiado che. Qué más querés. Con toda esta info te podés llenar de guita y está en tus manos que el ispa siga ganando mundiales como viene hasta ahora y que ponele no haya crisis tan profunda, que la va a haber en masomenos diez, once años. Ahora, si me matás o comés, el panorama es el que te dije. Queda en vos. Tus pibes no pueden decidir nada, no vas a ser tan poco adulto de preguntarles a ellos o a tu señora que es lo que tenés que hacer. Poné los huevos sobre la mesa viejo. Dejense de hinchar pendejos que están hablando los grandes. ¿Y flaco?

Escuchamos atentos. Cuando terminó mi viejo sacó de la caja de pesca un tornillo largo con una serie de tuercas enroscadas en el mismo que formaban una segunda cabeza mucho más consistente y fuerte que la otra. Pidió a Marisa que se de vuelta y golpeó con mucha fuerza sobre lo que sería la nuca del pescado. Golpeó varias veces. Un manchón rojo apareció por entra las escamas del animal cuando mi hermana rompió en llanto. Mi vieja al escucharla se acercó. Vio la enorme pescadilla muriendo. Tomó de la mano a su hija y se la llevó. El pescado temblaba ya sin vida debido a los reflejos de su cuerpo. Después el viejo agarró la cuchilla. Nos pidió que giremos el bicho. Obedecimos. Introdujo la punta en la panza. Hizo presión. Abrió una herida por la que chorreó sangre. Empujó con el cuchillo hacia abajo extendiendo el tajo hacia el abdomen. Introdujo su mano. Tiró sacando un manojo de tripas que el agua de la orilla hizo naufragar. Se lavó y mojó también el cuchillo. Tomó el pescado con las dos manos. Dejó que le entre el epílogo  de una ola que moría. Volvió a tomar el acero. Lo introdujo en la herida y raspó retirando los restos de lo que fueron órganos vitales. Golpeó con fuerza en las agallas con el gancho de colgar presas hasta que el alambre, un tanto oxidado, rompió los cartílagos que impedían su paso. También arrojó unos restos que quedaban en su trapo al agua bamboleante de la orilla. Juntemos las cañas, ya es tarde; me ordenó. En realidad, salvo recoger los reeles, hizo todo. Lo ayudamos con Enrique a llevar las demás cosas. Llevó en su derecha el alambre con el cuerpo colgando y enorme de la pescadilla.


Matearon antes de irnos. Nosotros jugábamos a unos metros, los tres, y hablábamos de la pescadilla. Marisa tenía lágrimas secas en la mejilla de llorar pero logró entender. El monstruo yacía al lado de la conservadora sobre una bolsa negra que impedía el contacto con la arena. Cruzado de brazos con el mate en la izquierda mi viejo la miraba. Al aire y en voz baja movió los labios. No te metas con los nenes, dijo. Los ojos sin vida del bicho oteaban la nada. Una mosca pequeña, infima, le amagó un aterrizaje.