jueves, 21 de febrero de 2013

La pescadilla que supo lo que venía.



El aire faltaba en el Falcon Futura más por la presencia de la tierra entrante del  camino que por una ausencia física del oxígeno. Mi viejo manejaba y fumaba. Mi vieja al lado cebaba imprecisos mates. Nosotros tres atrás hinchados las pelotas pero obedientes. Si llegábamos a pelear mucho en el auto mi viejo frenaba, pegaba dos o tres gritos y nosotros quedábamos calmados. Era lo mejor. Si estaba sola mi vieja nos curtía a palos. Al menos a los dos varones; Marisa se llevaba una lavada de cara forzosa. Otros tiempos. Tiempos de poca mariconeada. Donde no existía la autoyuda. Ni los veganos. Y se podía fumar adentro del auto con los chicos en el asiento de atrás.

El humo, la tierra, los mates. El calor. Un dejo salino se percibía, sin embargo, entre tanta intención de masacote de tosca y arena molida. La cercanía del mar. En cambio las liebres asesinadas con el chasis del auto señalaban otra cosa: la distancia con las ciudades más urbanas. Cuando mi hermana Marisa preguntaba por el golpe mi viejo contestaba que eran piedras. Enrique y yo llevábamos la contabilidad comparando los decesos de cada viaje.

El balneario La Baliza queda a unos treinta y cinco kilómetros de Carmen de Patagones, último pueblo al sur de la Provincia de Buenos Aires. Era sábado. Salimos a las nueve de la mañana. La idea de los viejos era pasar todo el día en la playa. Calculaban que tipo diez estarían ella tomando sol y el pescando caña en mano. Padres jóvenes. Con treinta y cuatro cada uno y tres pibes de entre ocho y cinco años.  Mi vieja puso Doble Vida de Soda Stereo.

Vadeamos un par de médanos y estacionamos el auto en lo que sería el final del camino. Ahora no se cómo está todo pero en ese momento el balneario era el desierto con mar. El hombre de la casa dio la orden de bajar las cosas. Las cañas y las sillas Enrique y yo. Mamá bajaba la canasta con la comida. Marisa nada. La carpa y la sombrilla, peligrosa por su lanza, y la valija de pesca eran bultos para mi viejo que en un segundo viaje cargaría con la conservadora repleta de Mocoretá y dos Palermo.

Los cálculos les fallaron por minutos. Diez y veinte la primera caña de la familia era clavada en un haragan repintado color verde. Me la dio a mi para vigilarla mientras armaba la de Enrique, el más chico. No era necesario comprar mucha carnada. Solo algunas anchoas congeladas traidas desde casa. El resto lo entregaba la virginidad de la playa. Bastaba meter la mano en la arena mojada después que la ola se retire y buscar algunas almejas que inmediatamente eran sacrificadas sobre los anzuelos ofreciendo así el alimento preferido de los habitantes del Mar Argentino.

En la carpa las mujeres tomaban sol y preparaban mate. Mi vieja se pasó antes el Rayito de Sol. A Marisa no le puso nada pero no le sacó la remera por las dudas. Después si, azúcar en el recipiente de calabaza, un poco de yerba, agua caliente del termo para remojar, dejar asentar, clavar la bombilla que descansaba en la azucarera, colocar agua, tomar, escupir el primero y comenzar la ronda. Todo eso hizo. Y llamó. Con un silbido hacia adentro que en su agudeza lograba cortar el viento y el ruido de las olas mas efectivamente que un grito. Giré. Levantó el mate de calabaza. Avisé a mi viejo, al lado mío, que fumaba y terminaba de armar la caña blanca de Enrique. Miró a su mujer y con un movimiento de mano en el aire logró que entienda que ahora iba. Se internó unos quince metros en el mar, hasta las rodillas. Descorrió el freno del reel Escualo. Desplegó la línea madre sobre su espalda arrastrando al avanzar la plomada en el agua. Miró hacia atrás una vez más. Va plomo. Tiró hacia adelante con fuerza. La línea anduvo en el aire unos segundos y se perdió detrás de unas olas que nacían. El sueño de alcanzar la segunda canaleta, donde están los más grandes, parecía  realizable.

Vino caminando con la caña en la derecha de frente a sus dos hijos varones. Le indicó a Enrique que clavara el haragán en la arena y puso la caña en él. Le tocó los pelos felicitándolo. Bien, dijo y nos explicó a los dos que tuviéramos la tanza y que si sentíamos un tirón sacudiésemos hacia atrás o lo llamemos, que ahora venía. Se limpió las manos en un trapo que colgó de su cintura y fue a donde mi vieja lo esperaba. 

Ahí estaban las tres cañas firmes apuntando en dirección al centro del agua. No pasó mucho tiempo del primer pique. La caña de mi hermano se sacudió hacia adelante dos veces. Enrique asustado la levantó y con fuerza de cinco años tiró hacia atrás.  Rápido llegó el viejo a auxiliarlo. Nos estuvo mirando mientras tomaba mates y vio toda la secuencia. Controló la tanza. Sintió los toques. Volvió a clavar hacia atrás y comenzó a recoger. Lo tengo, nos dijo. Volvió a felicitar a mi hermano que corría alrededor suyo emocionado. Avanzó otra vez hacia el mar. Algunos metros. El agua le golpeaba, mínima, los tobillos. La pescadilla llegó boqueando. Mediana. Bien. Le retiró el anzuelo con una pinza de un mango amarillo fuerte. Levantó el pescado en el aire mostrándoselo a las mujeres que respondieron con gestos de pulgar en alto y lo colocó en un balde con agua de mar. El pescado moriría lentamente con la cabeza hacia abajo. Mi hermana se acercó para ver el escamoso animal. La guíamos al balde y señalamos la cola que daba espasmos cada tanto. La presencia de agua en el recipiente la alegró. Se fue contenta hacia la sombrilla.

El Mar Argentino, al sur, proveía en ese momento peces en abundancia. Fue así hasta que el peronismo íslámico de los noventa permitió el ingreso de barcos con redes de arrastre que destruyeron a su paso las huevas y la posibilidad de la reproducción continua. Paradoja: mis viejos votaron a Menem. Las dos veces. Y ahí estábamos disfrutando de una salida de mar y pesca solo posible sin la hiperinflación del radicalismo. Como sea, no exagero. Sacamos de todo: pescadillas, corvinas, chuchos y hasta congrios. Los peces se clavaban solos. Por la continua práctica esa tarde aprendimos Enrique y yo a recoger y traer los bichos a la costa.  El balde no dio abasto. Los pescados se apretujaban uno contra otro y los espasmos continuos tiraron el recipiente. Hubo que sacrificar para dejar lugar. Mi viejo y un cuchillo se encargaron de eso.

Fue en su caña que sucedió el pique extraño. Ya el sol se iba. Mi vieja jugaba a la paleta con Marisa. Aburridos de tanto sacar, el viejo tomaba un mate y los dos varones jugábamos con unos autitos de goma Piluki.  El más chico vio como se arrastraba la caña gris con bordó y con un grito la señaló. Allá fue mi viejo corriendo y atrás nosotros. Estuvo peleando unos veinte minutos cuando apareció la enorme pescadilla. Ochenta centímetros. Un tamaño nunca visto en esos animales. Un monstruo. Golpeaba con fuerza con la mitad trasera del cuerpo sobre la arena mojada y el agua de la orilla salpicaba los brazos de su pescador en el combate por sacarle el anzuelo. Sosténganla, dijo. Fuimos con Enrique y la tomamos del lomo. Hicimos presión. Quitó el garfio y la pateó para sacarla definitivamente del agua. Cuando giraba en la arena escuchamos el insulto. Laputaqueteparió, dijo la pescadilla en perfecto castellano.

Nos quedamos absortos. Habló, dijo Enrique. Habló, pa, habló!! Repetía. Yo me sumé al coro del más chico. Mi hermana se acercó a ver la magnitud del bicho dejando a su madre en la sombrilla juntando las paletas. Se quedó mirando con los ojos abiertos al máximo de su capacidad.

Papá nos ordenó no acercarnos mucho. No importó. Hicimos un círculo alrededor del bicho que sacudió los ojos, escupió agua y empezó el discurso que nunca olvidé. Con voz ronca, como la de los hombres que no frenan en su adicción a la bebida blanca:

Qué carajo están mirando ustedes pendejos de mierda. Y vos boludo. Devolveme al agua, dale. A cambio puedo decirte algunas cosas que te van a venir bien. Te cuento si querés. El próximo técnico de la selección va a ser Basile. Vamos a ganar las dos Copas Américas que vienen. Y esa va a ser nuestra maldición futbolística por décadas. Porque a Basile le va ir bien casi siempre. Y se va a ganar fama de vago. Aunque no se sabe exactamente si lo es. La cosa es que un ejército de pelotudos va a defender esa forma de hacer sin hacer durante mucho tiempo. Van a presenciar los desastres futbolísticos más grandes de la Argentina a nivel selecciones. Todo hasta que aparezca un pibe, no de Buenos Aires, medio europeo que se va a poner la celeste y blanca y va a terminar la racha negativa. Pero para entonces va a pasar mucha agua. La desgracia de Maradona por ejemplo. Eso lo que tiene que ver con el futbol. Con la política te digo, el que gobierna ahora va a ser maldecido mucho tiempo. Después va a venir un presidente medio tuerto querido y polémico. Va a renegar del que está ahora y que él apoya. Será su rival. Después el que está ahora va a tener su resarcimiento. Pero eso todavía más adelante. En cuanto a la ciencia. Vas a tener computadoras en todas partes de tu casa. Hasta en tu mano vas a llevar una computadora muy chiquita que se podrá llevar a todos lados, incluso al baño. Bueno, no se que más. Respecto de tu vida y la de tu familia, van a estar bien. Te puedo decir más si querés, es mi propuesta si me devolvés al agua. Algunos números de la Nacional y el Prode de la fecha que viene te puedo decir. También puedo laburar adentro con mis compañeras para cambiar el futuro. Podemos alterar algunas cosas. El futbol y con esfuerzo cosas mínimas de política. Del resto no podemos hacer nada. Pero demasiado che. Qué más querés. Con toda esta info te podés llenar de guita y está en tus manos que el ispa siga ganando mundiales como viene hasta ahora y que ponele no haya crisis tan profunda, que la va a haber en masomenos diez, once años. Ahora, si me matás o comés, el panorama es el que te dije. Queda en vos. Tus pibes no pueden decidir nada, no vas a ser tan poco adulto de preguntarles a ellos o a tu señora que es lo que tenés que hacer. Poné los huevos sobre la mesa viejo. Dejense de hinchar pendejos que están hablando los grandes. ¿Y flaco?

Escuchamos atentos. Cuando terminó mi viejo sacó de la caja de pesca un tornillo largo con una serie de tuercas enroscadas en el mismo que formaban una segunda cabeza mucho más consistente y fuerte que la otra. Pidió a Marisa que se de vuelta y golpeó con mucha fuerza sobre lo que sería la nuca del pescado. Golpeó varias veces. Un manchón rojo apareció por entra las escamas del animal cuando mi hermana rompió en llanto. Mi vieja al escucharla se acercó. Vio la enorme pescadilla muriendo. Tomó de la mano a su hija y se la llevó. El pescado temblaba ya sin vida debido a los reflejos de su cuerpo. Después el viejo agarró la cuchilla. Nos pidió que giremos el bicho. Obedecimos. Introdujo la punta en la panza. Hizo presión. Abrió una herida por la que chorreó sangre. Empujó con el cuchillo hacia abajo extendiendo el tajo hacia el abdomen. Introdujo su mano. Tiró sacando un manojo de tripas que el agua de la orilla hizo naufragar. Se lavó y mojó también el cuchillo. Tomó el pescado con las dos manos. Dejó que le entre el epílogo  de una ola que moría. Volvió a tomar el acero. Lo introdujo en la herida y raspó retirando los restos de lo que fueron órganos vitales. Golpeó con fuerza en las agallas con el gancho de colgar presas hasta que el alambre, un tanto oxidado, rompió los cartílagos que impedían su paso. También arrojó unos restos que quedaban en su trapo al agua bamboleante de la orilla. Juntemos las cañas, ya es tarde; me ordenó. En realidad, salvo recoger los reeles, hizo todo. Lo ayudamos con Enrique a llevar las demás cosas. Llevó en su derecha el alambre con el cuerpo colgando y enorme de la pescadilla.


Matearon antes de irnos. Nosotros jugábamos a unos metros, los tres, y hablábamos de la pescadilla. Marisa tenía lágrimas secas en la mejilla de llorar pero logró entender. El monstruo yacía al lado de la conservadora sobre una bolsa negra que impedía el contacto con la arena. Cruzado de brazos con el mate en la izquierda mi viejo la miraba. Al aire y en voz baja movió los labios. No te metas con los nenes, dijo. Los ojos sin vida del bicho oteaban la nada. Una mosca pequeña, infima, le amagó un aterrizaje.

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