La Vieja dormía enferma. En su cara se notaba cómo le ardía la fiebre. Su marido, El Hombre, ponía constantemente paños húmedos en la frente de la mujer. Alrededor de la cama donde yacía, la acompañaban él y los mayores del pueblo. Además estábamos Pablo y yo en representación de los mas jóvenes. De repente se despertó. Confundida, nos miró a todos.
¿Dónde está Pablo que no llego a verlo?, preguntó la Vieja.
Acá estoy Vieja, esperando.
¿Y qué esperás?
Que usted se levante, que usted se recupere, señora.
Esperas bien entonces, ya me voy a levantar de esta cama y todo va a seguir igual que siempre, señaló la mujer acomodándose.
Igualmente- dijo Pablo, atrevido- opino que deberíamos tomar por peligrosas las señales que están llegando más allá del Límite.
La Vieja se acomodó.
No, pablito, te equivocas y mucho. Por eso pregunté por vos, yo sabía, yo sabía que estabas abalanzándote, por algo son jóvenes; contestó La Vieja. Alcanzame por favor ese otro paño frio.
Pablo le estiró su mano izquierda a El Hombre, este le alcanzó un paño todo mojado que Pablo escurrió un poco. Se acercó a la cama.
Este tema, querido, lo sigo controlando; aun con este resfrío puedo mantener a raya a los Esclarecidos. No hay que preocuparse tanto. Deben haber notado que la Niebla, como yo, se debilitó un poco, por eso se exaltan. Pero aún así no pueden cruzar el Límite.
Después de hablar, La Vieja inclinó un poco hacia adelante su cabeza. Juan le colocó el pañuelo.
Señora, lo tengo que decir, yo la respeto pero tengo que manifestar no solo mi interés sino el de todos los jóvenes del pueblo, que están hartados ya de tener que vivir con una amenaza que no les deja posibilidades más allá del Límite del bosque. Pablo me miró. La Vieja cerró los ojos.
Si la respetás entonces hacé el silencio que corresponde a gente de tu edad, reprimió El Hombre.
Pablo ocultó su bronca mirándose los pies en ademán de comprender. Salimos de la habitación, previo permiso y disculpas. La Vieja desde la cama movió levemente la cabeza.
Hacía décadas que el pueblo era protegido de la amenaza de los Esclarecidos por la Niebla, el hechizo que La Vieja sostenía con su presencia física. Los Esclarecidos, según Los Mayores, eran una civilización que vivía con la única finalidad de destruirnos. Nos enseñaron que los hostiles nos acusaban de salvajes, aunque los verdaderos barbaros eran ellos. La Niebla los confundía. Les imposibilitaba acercarse. El Pueblo por esta razón se agrupaba en torno a La Vieja con devoción. Nosotros también. Desde niños escuchamos historias de Esclarecidos sanguinarios y del valor de La Vieja y El Hombre. Solo que en los últimos meses, desde que La Vieja enfermó, en el pueblo se empezó a escuchar con frecuencia lo que conocíamos como “gritos de guerra” de los hostiles que habitaban el otro lado del bosque. Algunos queríamos hacer un ataque de improviso que genere verdadero daño y termine de una vez con la amenaza. La Vieja nos lo prohibía.
Esa noche, Pablo organizó una reunión en la orilla sur del Límite, donde empezaba el bosque y la niebla. Asistimos todos los jóvenes, sigilosamente. Los mayores no tenían que saber nada.
La vieja está muy enferma, no le queda mucho y con ella también la Niebla y nosotros, dijo Pablo. Hubo murmullos. Algunos negaban con la cabeza.
Me parece que no habría que apurarse así, Pablo.
No me apuro, es la verdad. La fiebre no para y sin La Vieja, bueno, ya sabemos que pasaría sin ella.
Eso es apresurado, insistió el primero, hay que esperar. La Vieja nunca erra.
¿Y cuanto vamos a estar esperando? ¿Hasta que los Esclarecidos crucen el bosque y violen a las mujeres del Pueblo? Hay que atacar, dijo Pablo. Hubo silencio.
No, no me parece.
Que no te parezca. Hay que ir de una vez y terminar con el miedo que tenemos todos desde que jugábamos en este rincón cuando éramos chicos, con el miedo que tenemos cada uno desde que nos acordamos de ser alguien.
Somos pocos, Juan. Le dije, interviniendo en lo que ya era un careo.
Bueno, sí. Ahí tenés razón-me miró- Pero los Mayores dicen todo el tiempo que somos jóvenes y fuertes. Todos manejamos armas. Aparte ¿no tienen ganas de dejar de pegarnos con palos entre nosotros y traspasar de una buena vez un cuerpo real? La Vieja, si vamos y ganamos, va a estar orgullosa; y todo el pueblo lo mismo. Y vamos a poder liberarnos de esa niebla que nos defiende a costa de privarnos y aislarnos de todo. ¿Quién no quiere conocer que hay atrás del Hechizo?
Pablo hablaba bien, tenía lenguaje de líder. Acentuaba con las manos. Nos convenció a todos. Efusivos, juramos volver con las manos llenas de sangre Esclarecida.
Antes del amanecer marchamos, nos metimos en el bosque. Teníamos que ser rápidos. Los mayores se iban a dar cuenta ni bien salga el sol y la alarma podría generar pánico y desastre. Si todo iba bien, al mediodía teníamos que volver con la victoria.
Llegamos a las cercanías de la Niebla. Pablo ordenó las filas, me pidió que vaya con la retaguardia. No éramos muchos, pero íbamos más que confiados. Empezamos a atravesar el hechizo con cuidado, silencio y en posición de combate. No se veía nada más allá de las propias manos. Seis filas de ocho personas. Pablo adelante, yo con los últimos.
El blanco espeso se hizo más cálido y espacioso. Marchábamos con las armas apuntando hacia adelante. Después de un rato de caminar, terminamos de cruzar la niebla. Estábamos del otro lado del hechizo. Fue fácil. El cielo era gris y rosado. Me di cuenta de que el tiempo acá era igual que en el Pueblo. Amanecía tanto como donde estaban los nuestros.
Vimos una colina. Fuimos hacia ella y nos pusimos a resguardo.
Asomate, me indicó Pablo.
Había algunas chozas y humo que salía desde un fogón. La Aldea de los Esclarecidos, si es que eso lo era, parecía todavía dormida o desierta.
Es ahora, dijo Pablo, están dormidos.
Yo dudaba. Desde la escuela nos atemorizaban con la bravura de los Esclarecidos. No me resultaba creíble que dejen sin custodia en ningún momento su aldea. Igualmente acaté las órdenes.
Nos erguimos, levantamos las espadas y los escudos. Gritamos. Poseídos, avanzamos corriendo y en bloque. Éramos una madeja extraña de excitación y alaridos armados. Bajamos al otro lado de la colina, Pablo lideraba las filas. Nos acercábamos a la Aldea. Nadie salía. Atrás de las chozas se podía ver un enorme montículo de paja que se movía como acariciada por la brisa. Cuando estuvimos frente a las chozas, el montículo se vino abajo. Por entre la paja apareció un grupo de unos cincuenta guerreros. También gritaron y también se abalanzaron. Nos estaban esperando. Algún ruido que hicimos mientras cruzábamos la Niebla, algo, nos delató. Me sorprendí nuevamente: los Esclarecidos eran iguales a nosotros. Toda la vida me los imaginé monstruosos. Y acá estaban iguales a mí y mis compañeros.
Empezó el combate. Golpeaban sin parar. Las historias eran ciertas. Apenas pudimos aguantar. Nos fueron acorralando contra la caída de la colina por la que habíamos bajado. Ahí nos masacraron. Algunos escapamos. A Pablo no lo vi más.
Mientras corría pensé en La Vieja. Que decepción. Me alivió pensar que todavía teníamos la protección de la Niebla a mano. Corrí desesperado hasta meterme en ella.
Antes de la batalla habíamos acordado un punto de reunión. Caminé ahogado dentro del cúmulo blanco hasta llegar al lugar. Me alegró otra vez saber que solo los del Pueblo teníamos el instinto para traspasar el hechizo. Eso nos diferencia de los Esclarecidos, pensé. Que derrota enorme. Pude ver el punto de reunión en una parte donde la Niebla se hacía más liviana. Había compañeros amputados y heridos que esperaban gritando del dolor. Algunos conservaban sus palas. Así que los sanos hicimos una trinchera donde poder ocultar a los heridos y reorganizarnos antes de volver al Pueblo. Entonces cavamos. En silencio. Defraudados de nosotros mismos. Del plan, de Pablo y de mi.
Una vez hecho el refugio, acomodamos a los heridos y hablamos.
Que desastre.
Tengo vergüenza. La Vieja siempre tuvo razón.
¿Qué vamos a hacer con los muertos? quedaron allá en la colina.
Hay que dar aviso a los mayores y a La Vieja. Ellos van a saber cómo traer los cuerpos de regreso y enterrarlos. Nosotros deberíamos aceptar nuestro error, no servimos para nada. Hay que volver cuanto antes al Pueblo, estos heridos no dan para más; dije.
¿Alguno vio a Pablo?, pregunté.
Nadie respondió. Pablo había desaparecido, no se sabía si había logrado escapar o si fue hecho prisionero o que. Tuve la impresión de que el grupo en su mayoría creía en una posible traición. Nadie contestó.
Resultaron verdaderas las historias sobre los Esclarecidos; dijo uno ubicado enfrente mío.
Al final eran como nosotros, pero más fuertes; agregó.
¡Mil veces más fuertes que nosotros! somos una mierda andante, ya ni brazos nos quedan; contestó otro.
Un amputado gimió profundamente; todos quedamos mirando como quedaba muerto con los ojos abiertos, la espalda apoyada contra la tierra. Se hizo otro momento de silencio.
Acordamos salir del refugio, volver al pueblo. Asumir la culpa y la responsabilidad por los caídos; había que regresar y curar a los heridos, no había tiempo. Por precaución formamos tres filas; una de sanos, una de amputados y una línea más, una retaguardia sana. No llegábamos a veinte pero nos organizamos. Pusimos la rodilla en el suelo húmedo y salimos. La niebla se aclaraba, caminábamos como podíamos hacia donde parecía llegar la luz. La última fila llevaba el cuerpo del amputado muerto. Nos amoldábamos a la velocidad de los heridos.
Hicimos un buen rato de marcha, la luz seguía ahí enfrente pero la niebla no se disipaba más. Yo iba al frente, unos pasos por delante de la primera fila. Decidí que fuéramos hacia la derecha, me acordé que en la ida tuve el sol por la espalda y a medida que amanecía la luz se posaba sobre mi hombro derecho. Así que ahora que se hacía la tarde y que íbamos en sentido contrario, debería ir girando en sentido inverso. Caminamos entonces a la derecha. La luz debería terminar atrás nuestro cuando lleguemos. El sol fue rotando. La luz primero sobre nuestras cabezas, después caminó desde nuestros hombros izquierdos hacia atrás. Por último desapareció, se hundió en la parte más espesa de la niebla. Seguimos caminando. No encontrábamos la salida. La oscuridad nos asustó, ahora la niebla era un manto negro que caía sobre la escuadrilla. Nos perdimos en el hechizo. Juro que escuche llorar. No sé cuánto tiempo estuvimos inmóviles en esa nada. Me acordé de las historias acerca de nuestro instinto para atravesar el hechizo. Temblé. De frío y miedo.
La luz empezó a aparecer por fin. Nos reincorporamos. Supuse que había pasado un día. La niebla se disipaba otra vez. Vimos un árbol, exactamente un álamo que extendía sus raíces hacia adelante, donde otro árbol más las recibía. Seguimos las raíces. Vimos un arbusto y otro más. En unos minutos de caminata estábamos rodeados de bosque visible. Pudimos ver con claridad la tierra sobre la que caminábamos. A través del camino reconocí huellas. Son nuestras, me dije. Ahí estaban, en filas de ocho personas, dieciséis pisadas. Anuncié lo que era ya una novedad, grité que estábamos cerca. Caminamos un poco más. Volví a mirar las huellas, un gusto acido en la boca me dio la señal de que el miedo me invadía. Otras huellas, paralelas a las nuestras, disimuladas y suaves, aparecían en el suelo barroso. No dije nada, aunque todos ya se habían dado cuenta. Seguimos avanzando. Las huellas se multiplicaban por todo el terreno, ya no eran pares de ocho. La niebla se disipó totalmente, llegamos al Límite del bosque.
Corriendo nos acercamos al pueblo. Perdimos el orden. Los heridos y los que llevaban al muerto, quedaron rezagados. El panorama era desértico. Al igual que en la aldea de los Esclarecidos, el humo se esparcía e intoxicaba el aire. Pero no era humo de fogón. Las casas quemadas terminaban de caerse frente a nosotros. Todo estaba destruido. Las huellas, pensé, las huellas. Me separé del grupo que me seguía. Corrí más. Me acerqué a lo que fue la casa de La Vieja. Todavía conservaba su estructura. Entré. Corrí la lona que colgaba en la puerta. Había un olor terrible y no había nada de luz. Tantee donde imaginaba que estaban las velas. Encontré un candelabro. Volví a salir de la habitación y prendí la vela con un pedazo de mampostería que todavía ardía, entonces volví a entrar a la casa. La luz del candelabro se expandió en el cuarto. Sentí otra vez el acido en mi boca. Pude ver, apiladas, decenas de cabezas. Reconocí a El Hombre y a los mayores. Encima de todas, coronando la montaña, la cabeza perteneciente a La Vieja. Sus ojos vacios y sin vida me acusaban desde arriba.
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