miércoles, 9 de mayo de 2012

Las huellas (segunda versión)



Va otra versión de este cuento que quiero ir cerrando. Por ahora me tiene conforme. Vamos a ver que pasa. Los cuentos tienen movimiento y pegan gritos, llantos-evidencias, cuando les nace una nueva vida, una nueva posibilidad de expandirse.





La Vieja dormía. En su cara se notaba cómo le ardía la fiebre. Su marido, El Hombre, ponía constantemente paños húmedos en la frente de la mujer. Alrededor de la cama, la acompañaban él y los mayores del pueblo. Además estábamos Pablo y yo. Se despertó. Confundida, nos miró a todos.
¿Dónde está Pablo que no llego a verlo?, preguntó.
Acá estoy Vieja, esperando.
¿Y qué esperás?
Que usted se levante, que usted se recupere, señora.
Esperas bien entonces, ya me voy a levantar de esta cama y todo va a seguir igual que siempre, señaló la mujer acomodándose.
Igualmente- dijo Pablo, atrevido- opino que deberíamos tomar por peligrosas las señales que  llegan por atrás del Límite.
La Vieja se acomodó.
No, pablito, te equivocas y mucho. Por eso pregunté por vos, yo imaginaba, yo sabía que estabas abalanzándote, por algo son jóvenes; contestó La Vieja.  Alcanzame por favor ese otro paño frio.
Pablo le estiró su mano izquierda a El Hombre, quien le alcanzó un paño todo mojado que Pablo escurrió un poco. Se acercó a la cama.
Este tema, querido, lo sigo controlando; aun con este resfrío puedo mantener a raya a los Esclarecidos. No hay que preocuparse tanto. Deben haber notado que la Niebla, como yo, se debilitó un poco, por eso se exaltan. Pero aún así no pueden cruzar, hay que ser pacientes, Pablo.
Después de hablar, La Vieja despegó un poco su cabeza de la cama. Pablo le colocó el pañuelo.
Señora, lo tengo que decir, yo la respeto pero tengo que manifestar no solo mi interés sino el de todos los jóvenes del pueblo, que están hartados de vivir con  una amenaza que no les deja posibilidades más allá del Límite del bosque.
Pablo me miró. La Vieja cerró los ojos.
¿Hablás por todos Pablito? ¿Seguro? ¿O solo por vos?- le contestó- Uno a veces cree estar hablando por los demás, pero en realidad son los propios temores lo que manifestamos. No te culpo, le pasa a cualquiera.
Yo iba a decir algo, cuando El Hombre  interrumpió.
Si la respetás entonces hacé el silencio que corresponde a gente de tu edad.
Pablo ocultó su bronca mirándose los pies en ademán de comprender. Salimos de la habitación, previo permiso y disculpas. La Vieja desde la cama movió levemente la cabeza.

Esa noche, Pablo organizó una reunión en la orilla sur del Límite, donde empezaba el bosque. Asistimos todos los jóvenes, sigilosamente. Los mayores no tenían que saber nada.
La vieja está muy enferma, no le queda mucho y con ella también la Niebla y nosotros, dijo. Hubo murmullos. Algunos negaban con la cabeza.
Me parece  que no habría que apurarse así, Pablo.
No me apuro, es la verdad. La fiebre no para y sin La Vieja, bueno, ya sabemos que pasaría sin ella.
Eso es apresurado, insistió el primero, hay que esperar. La Vieja nunca erra.
¿Y cuanto vamos a estar esperando? ¿Hasta que crucen el bosque y violen a las mujeres? Y la verdad que ya estoy harto con esas historias. Yo no creo que sea para tanto.
Hubo silencio.
No, no me parece.
Que no te parezca. Hay que ir de una vez y terminar con el miedo que nos inculcaron  toda la vida.
Somos pocos, Juan. Le dije, interviniendo en lo que ya era un careo.
Bueno, sí. Ahí tenés razón -me miró- pero de última ¿no tienen ganas de dejar de pegarnos con palos entre nosotros y traspasar de una buena vez un cuerpo real? La Vieja, si ganamos, va a estar orgullosa. Además ¿Quién no quiere conocer que hay atrás del Hechizo?
 Hablaba bien, tenía lenguaje de líder. Acentuaba con las manos. Nos convenció a todos. Efusivos, juramos volver con las manos llenas de sangre Esclarecida.

Antes del amanecer marchamos, nos metimos en el bosque. Teníamos que ser rápidos. Los mayores se iban a dar cuenta ni bien salga el sol y la alarma podría generar pánico y desastre. Si todo iba bien, al mediodía teníamos que traernos la victoria.
Nos juntamos en las cercanías de la Niebla. Pablo ordenó las filas, me pidió que vaya con la retaguardia. Empezamos a atravesar el hechizo con cuidado, silencio y en posición de combate. No se veía nada más allá de las propias manos. Seis filas de ocho personas. Pablo adelante, yo con los últimos.
El blanco espeso se hizo más cálido y espacioso. Marchábamos con las armas apuntando al frente. Después de un rato, terminamos de cruzar. Estábamos del otro lado. Fue fácil. El cielo era gris y rosado. Me di cuenta de que el tiempo acá era igual que en el pueblo. Amanecía tanto como donde estaban los nuestros.
Vimos una colina. Fuimos hacia ella y nos pusimos a resguardo.
Asomate, me indicó Pablo.
Había algunas chozas y humo que salía desde un fogón. La Aldea de los Esclarecidos, si es que eso lo era, parecía todavía dormida o desierta.
Es ahora –dijo-  están dormidos.
Yo dudaba. Desde la escuela nos atemorizaban con la bravura de los Esclarecidos. No me resultaba creíble que dejen sin custodia en ningún momento su aldea. Igualmente acaté las órdenes.
Nos erguimos, levantamos las armas. Gritamos. Poseídos, avanzamos corriendo y en bloque. Bajamos al otro lado de la colina, Pablo lideraba las filas. Nos acercábamos a la Aldea. Nadie salía. Atrás de las chozas se podía ver un enorme montículo de paja que se movía levemente. Cuando estuvimos frente a las viviendas, el montículo se vino abajo. Por entre la paja apareció un grupo de hombres embadurnados con barro en la cara, respetando viejos rituales de guerra. También gritaron y también se abalanzaron. Nos estaban esperando. Algún ruido que hicimos, algo, nos delató. Me sorprendí nuevamente: los Esclarecidos eran iguales a nosotros. Toda la vida me los imaginé monstruosos. Y acá estaban iguales a mí y mis compañeros solo que más grandes, con más batallas curtiendo sus caras.
 Golpeaban sin parar. Eran fuertes. Intentaron acorralarnos contra la caída de la colina. Resistimos. Totalmente endemoniados avanzamos sobre ellos. Espada y escudo. Aunque cayeron varios de los nuestros, finalmente los masacramos. Festejamos con nuevos alaridos. Pablo dio la orden de mutilar a los Esclarecidos y quemar su aldea. Cuchillo en mano fuimos despojando los cuerpos de las cabezas inútilmente maquilladas con barro. Reíamos como demonios y cantábamos a los gritos mientras realizábamos la faena. 
Más allá de las últimas chozas, desde donde vuelve a comenzar el bosque, un grupo de unos veinte, avanzaba hacia nosotros. Volví en sí. Miré a la tropa. Me di cuenta de que éramos muy pocos para aguantar otro embate. Grité a Pablo para organizar una retirada urgente. No pude verlo. Me hice cargo de la situación. Di la orden. Todos retomaron la conciencia. Escapamos. A Pablo no lo vi más.
Mientras huía pensé en La Vieja. Corrí desesperado hasta meterme en la Niebla. Me alegró otra vez saber que solo los del Pueblo teníamos el instinto para traspasar el hechizo. Eso nos diferencia de los Esclarecidos, pensé. Hicimos una trinchera. En silencio. Realizamos un recuento de los que quedábamos en pie. Pocos. Muy pocos.
¿Alguno vio a Pablo?, pregunté.
Nadie respondió. No se sabía si había logrado escapar, fue masacrado o hecho prisionero. Tuve la impresión de que la mayoría del grupo creía en una posible traición. Nadie contestó. Un amputado gimió profundamente. Todos quedamos mirando como respiraba por última vez con los ojos abiertos, la espalda apoyada contra la tierra.
Acordamos volver al pueblo. Teníamos que regresar. No llegábamos a ser veinte. Pusimos la rodilla en el suelo húmedo y salimos. La última fila llevaba el cuerpo del muerto.  Nos amoldábamos a la velocidad de los heridos.
Hicimos un buen rato de marcha. La luz debería terminar atrás nuestro cuando lleguemos. El sol fue rotando. Por último desapareció, se hundió en la parte más espesa. Seguimos caminando. La oscuridad nos asustó, ahora la niebla era un manto negro cayendo sobre la escuadrilla. Nos perdimos en el hechizo. Me acordé de las historias acerca de nuestro instinto para atravesarlo. Toda la furia que tuvimos se nos extinguió de golpe. Juro que escuche llorar. Temblé. De frío y miedo.


La luz empezó a aparecer por fin. Vimos un árbol, exactamente un álamo que extendía sus raíces hacia adelante, donde otro las esperaba. Las seguimos. Vimos un arbusto y otro más. En unos minutos de caminata quedamos rodeados de bosque visible. Con claridad, distinguí la tierra sobre la que andábamos. Reconocí huellas. Son nuestras, me dije. Ahí estaban, en filas, dieciséis pisadas que avanzaban sobre el terreno. Anuncié lo que era ya una novedad, grité que estábamos cerca. Caminamos un poco más. Volví a mirar las huellas. Me llegó un gusto acido en la boca, señal de que me invadía el miedo. Otras, paralelas a las nuestras, disimuladas y suaves, aparecieron en el suelo barroso. No dije nada, aunque todos ya se habían dado cuenta. Seguimos avanzando. Las huellas se multiplicaban, ya no eran pares de ocho. Llegamos al Límite del bosque.
Nos acercamos corriendo. En el otro extremo del pueblo un grupo de hombres  apuraba una huida hacia el bosque. Perdimos el orden. Los heridos y los que llevaban al muerto, quedaron rezagados. El panorama era desértico. Al igual que en la aldea de los Esclarecidos, el humo se esparcía e intoxicaba el aire. Pero no era humo de fogón. Las casas quemadas terminaban de caerse frente a nosotros. Todo estaba destruido. Las huellas, pensé, las huellas. Me separé del grupo. Corrí más. Me acerqué a lo que fue la casa de La Vieja. Todavía conservaba su estructura. Entré. Corrí la lona que colgaba en la puerta. Había un olor terrible y  nada de luz. Tantee donde imaginaba que estaban las velas. Encontré un candelabro. Volví a salir de la habitación y prendí la vela con un pedazo de mampostería ardiendo, entonces entré nuevamente a la casa. La luz del candelabro se expandió en el cuarto. Sentí el acido en mi boca. Pude ver, apiladas, decenas de cabezas. Reconocí a El Hombre y a los mayores. Encima de todas, coronando la montaña, la cabeza perteneciente a La Vieja. Sus ojos vacios y sin vida me acusaban desde arriba.

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