Va otra versión de este cuento que quiero ir cerrando. Por ahora me tiene conforme. Vamos a ver que pasa. Los cuentos tienen movimiento y pegan gritos, llantos-evidencias, cuando les nace una nueva vida, una nueva posibilidad de expandirse.
La Vieja dormía. En su cara se notaba cómo le ardía
la fiebre. Su marido, El Hombre, ponía constantemente paños húmedos en la
frente de la mujer. Alrededor de la cama, la acompañaban él y los mayores del
pueblo. Además estábamos Pablo y yo. Se despertó. Confundida, nos miró a todos.
¿Dónde está Pablo que no llego a verlo?, preguntó.
Acá estoy Vieja, esperando.
¿Y qué esperás?
Que usted se levante, que usted se recupere, señora.
Esperas bien entonces, ya me voy a levantar de esta
cama y todo va a seguir igual que siempre, señaló la mujer acomodándose.
Igualmente- dijo Pablo, atrevido- opino que
deberíamos tomar por peligrosas las señales que llegan por atrás del Límite.
La Vieja se acomodó.
No, pablito, te equivocas y mucho. Por eso pregunté
por vos, yo imaginaba, yo sabía que estabas abalanzándote, por algo son jóvenes;
contestó La Vieja. Alcanzame por favor
ese otro paño frio.
Pablo le estiró su mano izquierda a El Hombre, quien
le alcanzó un paño todo mojado que Pablo escurrió un poco. Se acercó a la cama.
Este tema, querido, lo sigo controlando; aun con
este resfrío puedo mantener a raya a los Esclarecidos. No hay que preocuparse
tanto. Deben haber notado que la Niebla, como yo, se debilitó un poco, por eso
se exaltan. Pero aún así no pueden cruzar, hay que ser pacientes, Pablo.
Después de hablar, La Vieja despegó un poco su
cabeza de la cama. Pablo le colocó el pañuelo.
Señora, lo tengo que decir, yo la respeto pero tengo
que manifestar no solo mi interés sino el de todos los jóvenes del pueblo, que
están hartados de vivir con una amenaza
que no les deja posibilidades más allá del Límite del bosque.
Pablo me miró. La Vieja cerró los ojos.
¿Hablás por todos Pablito? ¿Seguro? ¿O solo por
vos?- le contestó- Uno a veces cree estar hablando por los demás, pero en
realidad son los propios temores lo que manifestamos. No te culpo, le pasa a
cualquiera.
Yo iba a decir algo, cuando El Hombre interrumpió.
Si la respetás entonces hacé el silencio que
corresponde a gente de tu edad.
Pablo ocultó su bronca mirándose los pies en ademán
de comprender. Salimos de la habitación, previo permiso y disculpas. La Vieja
desde la cama movió levemente la cabeza.
Esa noche, Pablo organizó una reunión en la orilla
sur del Límite, donde empezaba el bosque. Asistimos todos los jóvenes,
sigilosamente. Los mayores no tenían que saber nada.
La vieja está muy enferma, no le queda mucho y con
ella también la Niebla y nosotros, dijo. Hubo murmullos. Algunos negaban con la
cabeza.
Me parece que
no habría que apurarse así, Pablo.
No me apuro, es la verdad. La fiebre no para y sin
La Vieja, bueno, ya sabemos que pasaría sin ella.
Eso es apresurado, insistió el primero, hay que
esperar. La Vieja nunca erra.
¿Y cuanto vamos a estar esperando? ¿Hasta que crucen
el bosque y violen a las mujeres? Y la verdad que ya estoy harto con esas
historias. Yo no creo que sea para tanto.
Hubo silencio.
No, no me parece.
Que no te parezca. Hay que ir de una vez y terminar
con el miedo que nos inculcaron toda la
vida.
Somos pocos, Juan. Le dije, interviniendo en lo que
ya era un careo.
Bueno, sí. Ahí tenés razón -me miró- pero de última ¿no
tienen ganas de dejar de pegarnos con palos entre nosotros y traspasar de una
buena vez un cuerpo real? La Vieja, si ganamos, va a estar orgullosa. Además
¿Quién no quiere conocer que hay atrás del Hechizo?
Hablaba bien,
tenía lenguaje de líder. Acentuaba con las manos. Nos convenció a todos.
Efusivos, juramos volver con las manos llenas de sangre Esclarecida.
Antes del amanecer marchamos, nos metimos en el
bosque. Teníamos que ser rápidos. Los mayores se iban a dar cuenta ni bien
salga el sol y la alarma podría generar pánico y desastre. Si todo iba bien, al
mediodía teníamos que traernos la victoria.
Nos juntamos en las cercanías de la Niebla. Pablo
ordenó las filas, me pidió que vaya con la retaguardia. Empezamos a atravesar
el hechizo con cuidado, silencio y en posición de combate. No se veía nada más
allá de las propias manos. Seis filas de ocho personas. Pablo adelante, yo con
los últimos.
El blanco espeso se hizo más cálido y espacioso. Marchábamos
con las armas apuntando al frente. Después de un rato, terminamos de cruzar.
Estábamos del otro lado. Fue fácil. El cielo era gris y rosado. Me di cuenta de
que el tiempo acá era igual que en el pueblo. Amanecía tanto como donde estaban
los nuestros.
Vimos una colina. Fuimos hacia ella y nos pusimos a
resguardo.
Asomate, me indicó Pablo.
Había algunas chozas y humo que salía desde un
fogón. La Aldea de los Esclarecidos, si es que eso lo era, parecía todavía
dormida o desierta.
Es ahora –dijo- están dormidos.
Yo dudaba. Desde la escuela nos atemorizaban con la
bravura de los Esclarecidos. No me resultaba creíble que dejen sin custodia en
ningún momento su aldea. Igualmente acaté las órdenes.
Nos erguimos, levantamos las armas. Gritamos. Poseídos,
avanzamos corriendo y en bloque. Bajamos al otro lado de la colina, Pablo
lideraba las filas. Nos acercábamos a la Aldea. Nadie salía. Atrás de las
chozas se podía ver un enorme montículo de paja que se movía levemente. Cuando
estuvimos frente a las viviendas, el montículo se vino abajo. Por entre la paja
apareció un grupo de hombres embadurnados con barro en la cara, respetando
viejos rituales de guerra. También gritaron y también se abalanzaron. Nos
estaban esperando. Algún ruido que hicimos, algo, nos delató. Me sorprendí
nuevamente: los Esclarecidos eran iguales a nosotros. Toda la vida me los imaginé
monstruosos. Y acá estaban iguales a mí y mis compañeros solo que más grandes,
con más batallas curtiendo sus caras.
Golpeaban sin
parar. Eran fuertes. Intentaron acorralarnos contra la caída de la colina.
Resistimos. Totalmente endemoniados avanzamos sobre ellos. Espada y escudo.
Aunque cayeron varios de los nuestros, finalmente los masacramos. Festejamos
con nuevos alaridos. Pablo dio la orden de mutilar a los Esclarecidos y quemar
su aldea. Cuchillo en mano fuimos despojando los cuerpos de las cabezas
inútilmente maquilladas con barro. Reíamos como demonios y cantábamos a los
gritos mientras realizábamos la faena.
Más allá de las últimas chozas, desde donde vuelve a
comenzar el bosque, un grupo de unos veinte, avanzaba hacia nosotros. Volví en
sí. Miré a la tropa. Me di cuenta de que éramos muy pocos para aguantar otro
embate. Grité a Pablo para organizar una retirada urgente. No pude verlo. Me
hice cargo de la situación. Di la orden. Todos retomaron la conciencia. Escapamos.
A Pablo no lo vi más.
Mientras huía pensé en La Vieja. Corrí desesperado
hasta meterme en la Niebla. Me alegró otra vez saber que solo los del Pueblo
teníamos el instinto para traspasar el hechizo. Eso nos diferencia de los
Esclarecidos, pensé. Hicimos una trinchera. En silencio. Realizamos un recuento
de los que quedábamos en pie. Pocos. Muy pocos.
¿Alguno vio a Pablo?, pregunté.
Nadie respondió. No se sabía si había logrado escapar,
fue masacrado o hecho prisionero. Tuve la impresión de que la mayoría del grupo
creía en una posible traición. Nadie contestó. Un amputado gimió profundamente.
Todos quedamos mirando como respiraba por última vez con los ojos abiertos, la
espalda apoyada contra la tierra.
Acordamos volver al pueblo. Teníamos que regresar.
No llegábamos a ser veinte. Pusimos la rodilla en el suelo húmedo y salimos. La
última fila llevaba el cuerpo del muerto. Nos amoldábamos a la velocidad de los heridos.
Hicimos un buen rato de marcha. La luz debería
terminar atrás nuestro cuando lleguemos. El sol fue rotando. Por último
desapareció, se hundió en la parte más espesa. Seguimos caminando. La oscuridad
nos asustó, ahora la niebla era un manto negro cayendo sobre la escuadrilla. Nos
perdimos en el hechizo. Me acordé de las historias acerca de nuestro instinto
para atravesarlo. Toda la furia que tuvimos se nos extinguió de golpe. Juro que
escuche llorar. Temblé. De frío y miedo.
La luz empezó a aparecer por fin. Vimos un árbol,
exactamente un álamo que extendía sus raíces hacia adelante, donde otro las
esperaba. Las seguimos. Vimos un arbusto y otro más. En unos minutos de
caminata quedamos rodeados de bosque visible. Con claridad, distinguí la tierra
sobre la que andábamos. Reconocí huellas. Son nuestras, me dije. Ahí estaban,
en filas, dieciséis pisadas que avanzaban sobre el terreno. Anuncié lo que era
ya una novedad, grité que estábamos cerca. Caminamos un poco más. Volví a mirar
las huellas. Me llegó un gusto acido en la boca, señal de que me invadía el
miedo. Otras, paralelas a las nuestras, disimuladas y suaves, aparecieron en el
suelo barroso. No dije nada, aunque todos ya se habían dado cuenta. Seguimos
avanzando. Las huellas se multiplicaban, ya no eran pares de ocho. Llegamos al Límite
del bosque.
Nos acercamos corriendo. En el otro
extremo del pueblo un grupo de hombres apuraba
una huida hacia el bosque. Perdimos el orden. Los heridos y los que llevaban al
muerto, quedaron rezagados. El panorama era desértico. Al igual que en la aldea
de los Esclarecidos, el humo se esparcía e intoxicaba el aire. Pero no era humo
de fogón. Las casas quemadas terminaban de caerse frente a nosotros. Todo estaba
destruido. Las huellas, pensé, las huellas. Me separé del grupo. Corrí más. Me
acerqué a lo que fue la casa de La Vieja. Todavía conservaba su estructura.
Entré. Corrí la lona que colgaba en la puerta. Había un olor terrible y nada de luz. Tantee donde imaginaba que
estaban las velas. Encontré un candelabro. Volví a salir de la habitación y
prendí la vela con un pedazo de mampostería ardiendo, entonces entré nuevamente
a la casa. La luz del candelabro se expandió en el cuarto. Sentí el acido en mi
boca. Pude ver, apiladas, decenas de cabezas. Reconocí a El Hombre y a los
mayores. Encima de todas, coronando la montaña, la cabeza perteneciente a La
Vieja. Sus ojos vacios y sin vida me acusaban desde arriba.
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