jueves, 31 de mayo de 2012

La Fiesta del Bautismo.


Antes de ayer fue jornada de bautismo. Como el pueblo es muy chico, se juntan varios en un solo día. La cosecha había sido buena el anterior verano así que peones, patrones y patronas de todo tipo, descargaron sus alegrías con un batallón de niños que regó el pueblo de pañales y llantos a la hora de la siesta. El cura de toda la vida, el viejo Jeremías, metió la mano en la lata unos meses antes y fue apartado por el episcopado de su puesto. Exactamente se había robado los trofeos de los torneos que celebraba la iglesia para los chicos del pueblito y los cambió por una moto que pensaba vender. El comercio era una práctica que Jeremías realizaba desde siempre,  aunque no lo necesitaba ya que los vecinos  le daban lo que no tenían con tal de conseguir un lugar en el cielo. Pero era una obsesión suya andar a escondidas intercambiando productos, coimeando, revendiendo.  Esta vez no pagó una deuda al dueño del desarmadero y este  lo denunció con el episcopado.  Hicieron un sumario. Se le descubrió una cuenta media oscura en el Banco Nación donde depositaba todo lo que sacaba. Era un cura muy querido. Los vecinos lloraron cuando Jeremías se fue.

Así que vino su reemplazo, el Padre Mario, desde Tierra del Fuego. Joven, no pasaría de los treinta y cinco años, rellenito y colorado de cara. Llegó con vitalidad. Emprendió algunos proyectos que Jeremías había dejado sin culminar: la cancha de básquet, los cursos de corte y confección sistema Rodriguez para las nenas. Y trabajó mucho con el municipio para conseguirle el techo a las habitaciones del hogar. Los vecinos empezaron a quererlo. Todos llevaban sus niños al comedor de la iglesia al mediodía, después de la escuela, y no regresaban hasta bien entrada la tarde. Volvían calmados, agotados de tanto jugar. El padre Mario tenía la costumbre de sentarlos en su falda y narrarles algunas historias. O si estaban muy traviesos, los llevaba a su habitación donde les pasaba una película, según contaban los niños, retornando al rato a la calma angelical. Cuando algún mayor después de misa felicitaba a Mario por su trato con los más chicos él solía exclamar: “¡me encantan, son mi debilidad!”. Una vez lo vieron corretear a uno de los niños alrededor de la fuente, en el patio parroquial, y todos sonrieron pensando en lo amoroso que era Mario. Cuando lo alcanzó y se dirigió con el niño del brazo a su habitación, los mayores que pasaban por el lugar les desearon que disfruten la película. Mario los saludó alegre y se metió en la iglesia con el infante.

Pero en el bautismo todos se preocuparon. La semana previa llegó una carta del episcopado avisando que utilizarían las buenas instalaciones de la iglesia local para que los pueblos de los alrededores lleven sus hijos. Resultó que después de la investigación hecha sobre Jeremías, el episcopado, aprovechando la situación, hizo un relevamiento de los bautizados en la zona y encontró niños de hasta doce o trece años sin bendecir. Así que a los propios que arrojó la felicidad de la cosecha se sumaban contingentes de niños ajenos al pueblo. La intendencia preparó el evento memorablemente. Limpiaron la plaza. Pintaron de blanco los arboles. Le dieron una lavada de cara a la estación y la forraron con banderas características del pueblo donde se veían una espiga de trigo entrelazada con una cruz. Robledo Cerretani, un tano de bigotito fino, intendente del pueblo, se vistió de traje y sombrero y esperó con una pequeña comitiva en la estación. La llegada de los trenes coincidió con la media mañana calurosa. Bajaban niños de todos los tamaños acompañados por padres, tíos, madres y hermanas. Por otro lado, en donde comienza el camino de tierra, otra pequeña comisión municipal, encabezada por la esposa del intendente, recibía la llegada de camiones también repletos de infantes. En la iglesia el cura esperaba vestido con sus mejores prendas de ceremonia. Hubo un pequeño acto en la plaza donde el intendente se explayó sobre las virtudes cívicas y espirituales de los ciudadanos. Entre los oyentes se encontraba la bibliotecaria que mantiene un amorío con el mandatario. Orgullosa aplaudió las palabras.

Al mediodía los monaguillos organizaron la fila de futuros bautizados. La cola daba cuatro vueltas a la plaza y se metía en la parroquia. El cura inauguró con una pequeña lectura en voz alta. Se lo notaba emocionado. La ceremonia propiamente dicha comenzó. Los niños pasaban uno detrás de otro a recibir la bendición en el altar. La fila era interminable. El cura se mostraba con un ánimo, un tesón increíble. Bautizaba niños como si fuera una cinta de producción de fábrica. En pocos minutos quedaban listos para ser recibidos en el paraíso. Alguien observó que en la cara del religioso se sucedían muecas dispares: los ojos se le entornaban, se ponía colorado, reía, bautizaba un niño, gritaba palabras sin sentido. “¡Padre! ¿se siente bien?  –lo señalaron-. El cura no hizo caso, gritaba, bautizaba y se le iban los ojos hacia atrás en un ritual repetitivo. La cara se le puso más roja. Los presentes intercambiaban miradas de asombro no pudiendo explicar tanto fervor. Empezó a largar saliva por la boca en proporciones descomunales. “¡¡Gracias Dios mío, gracias por esta bendición!!”-gritó y retumbó en todo el edificio. Se tambaleó y fue a parar al piso. Todos se alarmaron. Las autoridades se acercaron al altar de un salto. Trajeron agua. Se la arrojaron en la cara. El cura despertó sobresaltado. Se asustó. “Si, si, es que es mucho trabajo por hoy, stress le dicen, voy a parar un rato, si no es molestia, y mañana seguimos”. La gente del pueblo, preocupada, le alcanzó una silla. Otro vaso de agua. Le hicieron viento con un diario viejo. Una señora ofreció que su hijo se quede para hacerle compañía, así, película de por medio, el Padre recuperaba energías para el día siguiente. El cura agradeció con esa sonrisa tan tierna que lo caracteriza. Miró al niño, le indicó que vaya a la habitación y prepare los videos. Los vecinos hicieron movimientos de retirada. Mario tenía que descansar.  Desde los escalones de la parroquia el intendente anunció que los bautismos se suspendían hasta la mañana siguiente. Les pidió paciencia a todos. La gente preguntaba que hacer, donde dormir. Cerretani rogaba, inútilmente, que no se rompan las filas. Dio algunas directivas y envió a sus ayudante, un grupo de concejales, que repartan números de talonarios de rifa sin usar así al día siguiente no habría problemas con el orden y que también diesen algún coscorrón si era necesario. Indicó a otros empleados que traigan los tablones guardados para la feria así la gente podía acomodarse. Los empleados trajeron los tablones. Los armaron. Le pusieron papel afiche blanco con unas chinches a modo de mantel. Para hacer más rápido y no esperar a que los municipales descarguen, los bomberos acercaron bancos largos en la autobomba. La carne la trajo Notalvsky, dueño del frigorífico. Cuando el intendente le quiso agradecer, el ruso, serio, le dijo que es lo que cualquiera haría, que por favor, que faltaba más.

A las nueve de la noche estaban todos comiendo. Los tablones ocupaban tres cuadras de largo. La temperatura no bajaba, al contrario, parecía subir cada vez más. Los encargados de hacer el asado gigante, que de lunes a viernes trabajaban de sepultureros, al calor de la noche y  la parrilla  se emborracharon. No tardaron en agarrarse a las trompadas. La policía los retiró del lugar. “Yo lo sigo” dijo Notalvsky decidido. Atrás suyo el intendente se arremangaba y a la par del ruso se puso a acomodar chorizos, cortar y repartir vacío. Entre un corte y otro, secándose el sudor, lo miró al empresario y le señaló el banquete con la cabeza. Los del pueblo se mezclaban con los recién llegados. Varios entonaban milongas sureras y otros hacían rimas atrevidas del tipo “linda es la primavera/ señora, le digo yo a usted/ me dan ganas, deseo y sed/ de enchastrar su delantera”. Quienes ya habían terminado de comer, iban armando un pequeño baile alrededor de un viejito que tocaba polcas y fox trots con una verdulera desvencijada. La gente estaba contenta. El mandatario se limpió la mano con un trapo que tenía enganchado en la cintura y se apoyó en una pala. “Mañana llamamos a los intendentes de los otros distritos y los invitamos a que conozcan la hospitalidad nuestra. Este asado es un hito. Tengo la impresión de que  estamos haciendo historia ruso, ya lo veo “la Fiesta Nacional del Bautismo”. A juzgar por la cara al ruso le gustó la idea. Imaginó ya no regalar, sino vender sándwiches de carne a toneladas. Sirvió los dos vasos con vino y brindaron. Siguieron repartiendo interminables vacios y maruchas al pan. Cuando el festín se terminó, los bomberos asignaron a cada familia una carpa. Las armaron directamente en las calles de tosca. El calor seguía en aumento.

A la mañana, la oficina del intendente era un caos. Desde la cinco y media la secretaria se encargó de citar por teléfono a varios intendentes de municipios aledaños y no tanto que aceptaron gustosos la invitación. Llegarían con más niños para bautizar, más padres, más hermanas. Se armaron dos carteles a velocidad de lucro que anunciaba la “Fiesta del Bautismo”. Uno se puso en el camino de tierra, el otro en la estación. Se repitieron los mismos pasos del día anterior solo que más temprano. A las ocho de la mañana Cerretani recibió los primeros contingentes. Un tren repleto. Del mismo bajaron gente de tres municipios con sus respectivos mandatarios a la vanguardia. Por el camino de tierra fueron llegando micros durante toda la jornada. A las ocho y media de la mañana el cura salió de su habitación rozagante con un niño de la mano. Al ver el escenario, la plaza repleta de gente exclamó “¡que lo tiró!”. El intendente le hizo señas y Mario contento  subió al escenario con el grupo de autoridades de los distritos presentes. El sonidista levantó el pulgar. El discurso fue exaltado. Luego el cura realizó su lectura y dio por comenzada la jornada de bautismo. La fila se organizó nuevamente frente a la iglesia. Ahora daba siete vueltas. Salvo por unas pocas peleas de algunos colados que fueron puestos en vereda por oportunos puños de concejales, se respetó el orden de los números asignados la noche anterior. El sol empezaba a  escalar en el cielo y el cura reiniciaba su extraño y progresivo ritual: gritaba, bautizaba, se le iban los ojos hacia atrás, salivaba, bautizaba, agradecía al cielo, de vez en cuando saltaba, volvía a bautizar. Afuera el ruso despachaba sándwiches sin parar en una cantina improvisada.  Al mediodía el calor ya era insoportable. El cura pidió agua. Le alcanzaron una botella de ginebra. Le dio un trago largo y varios cortos. Se la dejó a un costado del altar. El sudor le formaba una segunda capa de piel. Los ojos le brillaban exaltados. Siguió bautizando toda la tarde. Una tormenta amagó traer un poco de calma. En lugar de eso llegaron nubes de mosquitos. El ruso seguía vendiendo sándwiches. El intendente se le acercó con la bibliotecaria aprovechando la siesta de su señora. “Te dije que esto iba a explotar!”. El ruso le regaló uno de falda, contento. Uno para él y otro para la bibliotecaria que transpirada como estaba lo deglutió en  tres mordiscones.

Para las seis de la tarde a la plaza solo le quedaba una fila. El cura se negaba a dejar de bautizar aunque se lo notaba cansado. A las diez de la noche, entre mosquitos, ojeroso y babeante anunció que solo haría el ritual a los últimos diez. Afuera quedarían unos ochenta infantes. Las familias de los que quedaron sin bautizar empezaron a golpear las manos. Después rompieron unos vidrios y prendieron fuego un perro que andaba por el lugar. El grupo de concejales repartió tortazos pero no bastaron. Los sublevados pidieron una audiencia. Se hizo una reunión y el cura aceptó bautizar una mañana más. Tres madres le ofrecieron sus hijos para otra noche de videos. Tres niños de unos ocho años. Todos varones. “No, no, está bien por hoy” se excusó. A la gente le pareció raro. Insistieron. Mario se enojó. Se fue a dormir. Solo. Repartieron nuevos números y nuevas carpas. Seis y media de la mañana llegó un telegrama. En el tren de las ocho tres municipios más entusiasmados con la propuesta abordarían al pueblo. Por la ruta venían también algunos micros desde el sur.  Se repitió por tercera vez la escena: temprano, el intendente bien vestido en la estación y la comitiva a orillas del camino. Mario se despertó y fue al campanario a dar las ocho. Vio como llegaba el convoy con familias colgadas y también el camino de tierra con sus micros próximos. Bajó corriendo. Salió por la puerta de atrás de la iglesia y se fue urgente a la estación. El intendente lo recibió con los brazos abiertos, sonreía. “Un esfuerzito más Mario y estamos eh!!” le dijo. El cura lo miró fijo, pálido. Las ojeras ya le dominaban todo la cara. Quizo agarrarse de un palo de luz. Cayó al suelo. Los ojos abiertos. La lengua abierta. La sotana toda mojada de baba y pis. Cerretani se le acercó. Le tocó con dos dedos abajo del cuello. Pegó tres gritos pidiendo una ambulancia. Ocho y media confirmaron la muerte del cura. Cambiemos los carteles, ordenó el mandatario. En un rato levantaron dos anunciando la “Fiesta del Sanguche de Carne”. En realidad emparcharon los otros, los del bautismo. No fue difícil convencer a los intendentes sobre el nuevo evento, se calmaron ante la promesa de asistencia a cualquier cosa que organicen, más, claro está, alguna propaganda política en su favor. Los que esperaban afuera de la parroquia fueron sobornados con suculentos morcipanes. Salvo pequeñas excepciones, el sabor de la grasa fue convincente y todos se olvidaron de bautismos y misas. Robledo Cerretani dio otro discurso y se abrazó ante la multitud con los otros jefes. La bibliotecaria lloraba emocionada, por qué no enamorada.  El ruso puso a los monaguillos desempleados a cortar panes que sacaban de bolsas de papel madera. No paraba de vender.

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