jueves, 31 de mayo de 2012

La Fiesta del Bautismo.


Antes de ayer fue jornada de bautismo. Como el pueblo es muy chico, se juntan varios en un solo día. La cosecha había sido buena el anterior verano así que peones, patrones y patronas de todo tipo, descargaron sus alegrías con un batallón de niños que regó el pueblo de pañales y llantos a la hora de la siesta. El cura de toda la vida, el viejo Jeremías, metió la mano en la lata unos meses antes y fue apartado por el episcopado de su puesto. Exactamente se había robado los trofeos de los torneos que celebraba la iglesia para los chicos del pueblito y los cambió por una moto que pensaba vender. El comercio era una práctica que Jeremías realizaba desde siempre,  aunque no lo necesitaba ya que los vecinos  le daban lo que no tenían con tal de conseguir un lugar en el cielo. Pero era una obsesión suya andar a escondidas intercambiando productos, coimeando, revendiendo.  Esta vez no pagó una deuda al dueño del desarmadero y este  lo denunció con el episcopado.  Hicieron un sumario. Se le descubrió una cuenta media oscura en el Banco Nación donde depositaba todo lo que sacaba. Era un cura muy querido. Los vecinos lloraron cuando Jeremías se fue.

Así que vino su reemplazo, el Padre Mario, desde Tierra del Fuego. Joven, no pasaría de los treinta y cinco años, rellenito y colorado de cara. Llegó con vitalidad. Emprendió algunos proyectos que Jeremías había dejado sin culminar: la cancha de básquet, los cursos de corte y confección sistema Rodriguez para las nenas. Y trabajó mucho con el municipio para conseguirle el techo a las habitaciones del hogar. Los vecinos empezaron a quererlo. Todos llevaban sus niños al comedor de la iglesia al mediodía, después de la escuela, y no regresaban hasta bien entrada la tarde. Volvían calmados, agotados de tanto jugar. El padre Mario tenía la costumbre de sentarlos en su falda y narrarles algunas historias. O si estaban muy traviesos, los llevaba a su habitación donde les pasaba una película, según contaban los niños, retornando al rato a la calma angelical. Cuando algún mayor después de misa felicitaba a Mario por su trato con los más chicos él solía exclamar: “¡me encantan, son mi debilidad!”. Una vez lo vieron corretear a uno de los niños alrededor de la fuente, en el patio parroquial, y todos sonrieron pensando en lo amoroso que era Mario. Cuando lo alcanzó y se dirigió con el niño del brazo a su habitación, los mayores que pasaban por el lugar les desearon que disfruten la película. Mario los saludó alegre y se metió en la iglesia con el infante.

Pero en el bautismo todos se preocuparon. La semana previa llegó una carta del episcopado avisando que utilizarían las buenas instalaciones de la iglesia local para que los pueblos de los alrededores lleven sus hijos. Resultó que después de la investigación hecha sobre Jeremías, el episcopado, aprovechando la situación, hizo un relevamiento de los bautizados en la zona y encontró niños de hasta doce o trece años sin bendecir. Así que a los propios que arrojó la felicidad de la cosecha se sumaban contingentes de niños ajenos al pueblo. La intendencia preparó el evento memorablemente. Limpiaron la plaza. Pintaron de blanco los arboles. Le dieron una lavada de cara a la estación y la forraron con banderas características del pueblo donde se veían una espiga de trigo entrelazada con una cruz. Robledo Cerretani, un tano de bigotito fino, intendente del pueblo, se vistió de traje y sombrero y esperó con una pequeña comitiva en la estación. La llegada de los trenes coincidió con la media mañana calurosa. Bajaban niños de todos los tamaños acompañados por padres, tíos, madres y hermanas. Por otro lado, en donde comienza el camino de tierra, otra pequeña comisión municipal, encabezada por la esposa del intendente, recibía la llegada de camiones también repletos de infantes. En la iglesia el cura esperaba vestido con sus mejores prendas de ceremonia. Hubo un pequeño acto en la plaza donde el intendente se explayó sobre las virtudes cívicas y espirituales de los ciudadanos. Entre los oyentes se encontraba la bibliotecaria que mantiene un amorío con el mandatario. Orgullosa aplaudió las palabras.

Al mediodía los monaguillos organizaron la fila de futuros bautizados. La cola daba cuatro vueltas a la plaza y se metía en la parroquia. El cura inauguró con una pequeña lectura en voz alta. Se lo notaba emocionado. La ceremonia propiamente dicha comenzó. Los niños pasaban uno detrás de otro a recibir la bendición en el altar. La fila era interminable. El cura se mostraba con un ánimo, un tesón increíble. Bautizaba niños como si fuera una cinta de producción de fábrica. En pocos minutos quedaban listos para ser recibidos en el paraíso. Alguien observó que en la cara del religioso se sucedían muecas dispares: los ojos se le entornaban, se ponía colorado, reía, bautizaba un niño, gritaba palabras sin sentido. “¡Padre! ¿se siente bien?  –lo señalaron-. El cura no hizo caso, gritaba, bautizaba y se le iban los ojos hacia atrás en un ritual repetitivo. La cara se le puso más roja. Los presentes intercambiaban miradas de asombro no pudiendo explicar tanto fervor. Empezó a largar saliva por la boca en proporciones descomunales. “¡¡Gracias Dios mío, gracias por esta bendición!!”-gritó y retumbó en todo el edificio. Se tambaleó y fue a parar al piso. Todos se alarmaron. Las autoridades se acercaron al altar de un salto. Trajeron agua. Se la arrojaron en la cara. El cura despertó sobresaltado. Se asustó. “Si, si, es que es mucho trabajo por hoy, stress le dicen, voy a parar un rato, si no es molestia, y mañana seguimos”. La gente del pueblo, preocupada, le alcanzó una silla. Otro vaso de agua. Le hicieron viento con un diario viejo. Una señora ofreció que su hijo se quede para hacerle compañía, así, película de por medio, el Padre recuperaba energías para el día siguiente. El cura agradeció con esa sonrisa tan tierna que lo caracteriza. Miró al niño, le indicó que vaya a la habitación y prepare los videos. Los vecinos hicieron movimientos de retirada. Mario tenía que descansar.  Desde los escalones de la parroquia el intendente anunció que los bautismos se suspendían hasta la mañana siguiente. Les pidió paciencia a todos. La gente preguntaba que hacer, donde dormir. Cerretani rogaba, inútilmente, que no se rompan las filas. Dio algunas directivas y envió a sus ayudante, un grupo de concejales, que repartan números de talonarios de rifa sin usar así al día siguiente no habría problemas con el orden y que también diesen algún coscorrón si era necesario. Indicó a otros empleados que traigan los tablones guardados para la feria así la gente podía acomodarse. Los empleados trajeron los tablones. Los armaron. Le pusieron papel afiche blanco con unas chinches a modo de mantel. Para hacer más rápido y no esperar a que los municipales descarguen, los bomberos acercaron bancos largos en la autobomba. La carne la trajo Notalvsky, dueño del frigorífico. Cuando el intendente le quiso agradecer, el ruso, serio, le dijo que es lo que cualquiera haría, que por favor, que faltaba más.

A las nueve de la noche estaban todos comiendo. Los tablones ocupaban tres cuadras de largo. La temperatura no bajaba, al contrario, parecía subir cada vez más. Los encargados de hacer el asado gigante, que de lunes a viernes trabajaban de sepultureros, al calor de la noche y  la parrilla  se emborracharon. No tardaron en agarrarse a las trompadas. La policía los retiró del lugar. “Yo lo sigo” dijo Notalvsky decidido. Atrás suyo el intendente se arremangaba y a la par del ruso se puso a acomodar chorizos, cortar y repartir vacío. Entre un corte y otro, secándose el sudor, lo miró al empresario y le señaló el banquete con la cabeza. Los del pueblo se mezclaban con los recién llegados. Varios entonaban milongas sureras y otros hacían rimas atrevidas del tipo “linda es la primavera/ señora, le digo yo a usted/ me dan ganas, deseo y sed/ de enchastrar su delantera”. Quienes ya habían terminado de comer, iban armando un pequeño baile alrededor de un viejito que tocaba polcas y fox trots con una verdulera desvencijada. La gente estaba contenta. El mandatario se limpió la mano con un trapo que tenía enganchado en la cintura y se apoyó en una pala. “Mañana llamamos a los intendentes de los otros distritos y los invitamos a que conozcan la hospitalidad nuestra. Este asado es un hito. Tengo la impresión de que  estamos haciendo historia ruso, ya lo veo “la Fiesta Nacional del Bautismo”. A juzgar por la cara al ruso le gustó la idea. Imaginó ya no regalar, sino vender sándwiches de carne a toneladas. Sirvió los dos vasos con vino y brindaron. Siguieron repartiendo interminables vacios y maruchas al pan. Cuando el festín se terminó, los bomberos asignaron a cada familia una carpa. Las armaron directamente en las calles de tosca. El calor seguía en aumento.

A la mañana, la oficina del intendente era un caos. Desde la cinco y media la secretaria se encargó de citar por teléfono a varios intendentes de municipios aledaños y no tanto que aceptaron gustosos la invitación. Llegarían con más niños para bautizar, más padres, más hermanas. Se armaron dos carteles a velocidad de lucro que anunciaba la “Fiesta del Bautismo”. Uno se puso en el camino de tierra, el otro en la estación. Se repitieron los mismos pasos del día anterior solo que más temprano. A las ocho de la mañana Cerretani recibió los primeros contingentes. Un tren repleto. Del mismo bajaron gente de tres municipios con sus respectivos mandatarios a la vanguardia. Por el camino de tierra fueron llegando micros durante toda la jornada. A las ocho y media de la mañana el cura salió de su habitación rozagante con un niño de la mano. Al ver el escenario, la plaza repleta de gente exclamó “¡que lo tiró!”. El intendente le hizo señas y Mario contento  subió al escenario con el grupo de autoridades de los distritos presentes. El sonidista levantó el pulgar. El discurso fue exaltado. Luego el cura realizó su lectura y dio por comenzada la jornada de bautismo. La fila se organizó nuevamente frente a la iglesia. Ahora daba siete vueltas. Salvo por unas pocas peleas de algunos colados que fueron puestos en vereda por oportunos puños de concejales, se respetó el orden de los números asignados la noche anterior. El sol empezaba a  escalar en el cielo y el cura reiniciaba su extraño y progresivo ritual: gritaba, bautizaba, se le iban los ojos hacia atrás, salivaba, bautizaba, agradecía al cielo, de vez en cuando saltaba, volvía a bautizar. Afuera el ruso despachaba sándwiches sin parar en una cantina improvisada.  Al mediodía el calor ya era insoportable. El cura pidió agua. Le alcanzaron una botella de ginebra. Le dio un trago largo y varios cortos. Se la dejó a un costado del altar. El sudor le formaba una segunda capa de piel. Los ojos le brillaban exaltados. Siguió bautizando toda la tarde. Una tormenta amagó traer un poco de calma. En lugar de eso llegaron nubes de mosquitos. El ruso seguía vendiendo sándwiches. El intendente se le acercó con la bibliotecaria aprovechando la siesta de su señora. “Te dije que esto iba a explotar!”. El ruso le regaló uno de falda, contento. Uno para él y otro para la bibliotecaria que transpirada como estaba lo deglutió en  tres mordiscones.

Para las seis de la tarde a la plaza solo le quedaba una fila. El cura se negaba a dejar de bautizar aunque se lo notaba cansado. A las diez de la noche, entre mosquitos, ojeroso y babeante anunció que solo haría el ritual a los últimos diez. Afuera quedarían unos ochenta infantes. Las familias de los que quedaron sin bautizar empezaron a golpear las manos. Después rompieron unos vidrios y prendieron fuego un perro que andaba por el lugar. El grupo de concejales repartió tortazos pero no bastaron. Los sublevados pidieron una audiencia. Se hizo una reunión y el cura aceptó bautizar una mañana más. Tres madres le ofrecieron sus hijos para otra noche de videos. Tres niños de unos ocho años. Todos varones. “No, no, está bien por hoy” se excusó. A la gente le pareció raro. Insistieron. Mario se enojó. Se fue a dormir. Solo. Repartieron nuevos números y nuevas carpas. Seis y media de la mañana llegó un telegrama. En el tren de las ocho tres municipios más entusiasmados con la propuesta abordarían al pueblo. Por la ruta venían también algunos micros desde el sur.  Se repitió por tercera vez la escena: temprano, el intendente bien vestido en la estación y la comitiva a orillas del camino. Mario se despertó y fue al campanario a dar las ocho. Vio como llegaba el convoy con familias colgadas y también el camino de tierra con sus micros próximos. Bajó corriendo. Salió por la puerta de atrás de la iglesia y se fue urgente a la estación. El intendente lo recibió con los brazos abiertos, sonreía. “Un esfuerzito más Mario y estamos eh!!” le dijo. El cura lo miró fijo, pálido. Las ojeras ya le dominaban todo la cara. Quizo agarrarse de un palo de luz. Cayó al suelo. Los ojos abiertos. La lengua abierta. La sotana toda mojada de baba y pis. Cerretani se le acercó. Le tocó con dos dedos abajo del cuello. Pegó tres gritos pidiendo una ambulancia. Ocho y media confirmaron la muerte del cura. Cambiemos los carteles, ordenó el mandatario. En un rato levantaron dos anunciando la “Fiesta del Sanguche de Carne”. En realidad emparcharon los otros, los del bautismo. No fue difícil convencer a los intendentes sobre el nuevo evento, se calmaron ante la promesa de asistencia a cualquier cosa que organicen, más, claro está, alguna propaganda política en su favor. Los que esperaban afuera de la parroquia fueron sobornados con suculentos morcipanes. Salvo pequeñas excepciones, el sabor de la grasa fue convincente y todos se olvidaron de bautismos y misas. Robledo Cerretani dio otro discurso y se abrazó ante la multitud con los otros jefes. La bibliotecaria lloraba emocionada, por qué no enamorada.  El ruso puso a los monaguillos desempleados a cortar panes que sacaban de bolsas de papel madera. No paraba de vender.

lunes, 28 de mayo de 2012

Padrenuestro


Agarrá
               teclado y  pantalla.
Lapiz y bloc
manoteados, que sean tuyos.
               Abrazate
al ensayo o la prosa.
Escribi y santigüate.
Con nudo y desenlace.
La poesía es para suicidas.

jueves, 17 de mayo de 2012

Organismo


A comienzos de la semana fue que empezó a hablarme. Yo iba camino al vestuario cuando sentí un cosquilleo y después el saludo
Eu, Dani!
Pensé que me llamaba un compañero, miré alrededor y cerca no había nadie. Comprobé que la voz venía de mi rodilla derecha.
Eu, che, si acá! sí, soy yo, tu rodilla.
Con sorpresa, entablé un diálogo.
Ah, hola. ¿Qué haces hablándome?
Siempre lo intenté pero vos no me escuchás, igual que a tu novia, ja.
Sentí que me invadían.
Ehhh, ¿qué querés? decilo rápido que me tengo que ir.
Nada, conversar un rato, no seas malo, conocernos.
A partir de ahí no paramos de hablar. Tenía talento para contar chistes y aparte se sabía todos los chusmeríos del equipo. La pasé bien esos días.
El viernes todo cambió.
Tengo algo para decirte
A ver
Soy hincha de Chicago.
¿Eh?
Si, soy hincha del torito de Mataderos.
No te puedo creer, ¡hice ocho años de inferiores en Vélez, soy hincha de Vélez, y viene una parte de mi cuerpo a decirme que ella es de Chicago!
Y bueno, ya soy mayor, ahora me animo a decírtelo. Y no quieras saber de qué club es el estómago, con el que hablo seguido. Igual, es lo de menos, lo que quería decirte es que este domingo no la voy a dejar pasar. Digo, siempre me la banqué y te di una mano aún sufriendo por dentro, pero ahora estamos jodidos con el descenso.
¿Qué me estás diciendo?
Que este domingo en el clásico no cuentes conmigo.
Te mato. Así. De una.
Dejamos de hablarnos hasta el partido. No creía que mi rodilla podía traicionarme, así que entré confiado. Salí de titular. En el arranque quise parar la pelota con la pierna derecha y la rodilla hizo una pirueta, la pelota se me fue por abajo, la perdí. La miré de reojo. Esta no me puede arruinar el partido, pensé. Me tiraron una pelota al vacío, ya la estaba por controlar, caí dando tres o cuatro vueltas en el pasto. Me raspé todo. Un compañero me ayudó a levantarme. Habían cobrado tiro libre, por error, claro, no podían ver que era la turra de mi rodilla la que en realidad me hacía la vida imposible.
¿Lo pateas? – preguntó el árbitro-
No, gracias.
Me iba con los defensores. El técnico gritó.
¡Daniel! ¡Patéalo vos! ¿Qué estás haciendo? ¡Anda delante de la pelota!
No me quedó otra. Me paré como para pegarle al arco, directo. Les veía la camiseta a la barrera bien de frente. Que bronca les tengo. Empezó otra vez.
¡Qué colores!
¡Callate o te cago a trompadas!
Pero mirá que combinación, verde y negro, ¡que belleza! mirá, en la barrera está Carranza ¡Cesar! ¡Regalame la casaca!
 Lo único que te digo es que termina el partido y me corto la pierna si no hacés silencio
Flaco ¿estás bien?- me dijo Carranza, desde la barrera-
Si, si, nada, hablo solo nomás.
Tomé carrera.  El árbitro dio la orden. Pateé. Ni se a donde fue a parar la pelota. Creo que al lateral. Yo, obviamente, rodé en el suelo. La gente murmuraba. Quedé ahí tirado. Simulé una lesión, no podía comprometer al equipo. Me agarré la rodilla izquierda,  no sea cosa de que la otra empiece a los gritos. Le hice la seña al técnico de que no podía seguir. Desde el piso volvió a hablarme.
Ah! te acobardás!
No tenés vergüenza, no me podés hacer esto.
¡A llorar a la iglesia!
Me hizo enojar en serio.
¡¡Cerraelojete!! –le dije a mi rodilla-
El tuyo -me contestó ella, no sin razón.
Me senté en el banco de suplentes. Puteaba. Los demás relevos se habían ido a entrar en calor. Le pedí al médico que me ponga hielo en la rodilla. Ni bien se alejó un poco cambié la compresión a la derecha.  
¡Ayyyy! ¡Está frio che!
¡Sufrí cornuda!
¡Para! ¡No es para tanto! ¡Es un partido de futbol nomás! ¡paraaa!
Ah, ¿viste? aprendé a callarte y aflojo.
¡Me callo! ¡Me callo! ¡Te lo juro!
No te creo ni medio nena, juralo por Chicago.
Daniel, ¿con quién hablas? –preguntó el técnico-
Con nadie Alberto, con nadie.
¿Seguro? me pareció que decías algo. ¡Parala Jorge¡ ¡parala y después jugás! ¡Rápido!
Dudé ¿y si le cuento? capaz que el también la escucha y me puede ayudar, el viejo este tiene experiencia, tiene calle.
Mire Alberto, la que me habla es esta –la señalé- Hablale a Alberto che, dale.
La rodilla estaba inmutada. Alberto me miraba con los ojos abiertos al límite.
Ah, vos estás mal en serio Dani.
Pasaron unos segundos. Listo. Estoy en el horno, pensé.
No señor, tiene razón. Yo le hablo.
El técnico le dio definitivamente la espada a la cancha. Se acercó hasta donde yo estaba.
No lo puedo creer. ¿Vos no estarás agarrándome para la joda en medio del partido Daniel?
No, señor, soy yo, la rodilla de este gil. A propósito, como te asustaste cuando me quedé callada danielito – se rió, yo estaba en silencio, con la pierna extendida-
Esto es un hallazgo Daniel o nos estamos volviendo locos, decime que me estas jodiendo- dijo Alberto, alarmado.
Andá y mirá el partido antes de mirarme a mi –le dijo ella- te están entrando por el lateral derecho, y si, también con el burro que pusiste. ¡Vamos torito viejo nomás!
Alberto estaba paralizado. Después de unos segundos reaccionó. Pestañeó volviendo en sí.
Ah, encima maleducada. Me viene a dar indicaciones y para colmo hincha de Chicago –la señalaba, inclinado, moviendo el dedo de arriba abajo; de vez en cuando miraba el partido por atrás del hombro, Chicago dominaba.
Ahora no te puedo atender, después vamos a hablar vos y yo.
¿Me estás amenazando? ¿Por qué no reconoces que el cuatro es un desastre y listo?  ¡Ya hace rato que tendrías que haber renunciado! ¡Ahí va, dale, dale! ¡Gol! ¡Golazo! ¡Vamos Chicago todavía!
Daniel, ahogala, hacé algo, cortate la pierna, no sé, algo, ¡rápido! –me ordenó Alberto mientras los de Mataderos festejaban su primer gol.
La volví a presionar con el hielo y me apliqué el vendaje. Se escucharon unos quejidos durante unos segundos. Después quedó en silencio. No sé si la asfixié o qué pero no habló más.

            Pasó el partido. Por suerte lo dimos vuelta. Ganamos.  En el túnel Alberto me separó.
¿Y? ¿Se quedó callada?
Le conté el episodio de la asfixia. Me agarró de un hombro y acercó su cara.
Mirá Daniel, que esto quede entre vos y yo. Hagamos de cuenta que no pasó nada. Olvidate. Ya está. Eh ¿Cuento con vos?
Si, profe, quédese tranquilo.
Y se fue. Hizo un trotecito para agruparse con los demás. Yo me rezagué un poco.
La rodilla, en el resto de los días, confirmó el silencio o al menos yo no la escucho.  Mejor ni preguntarle. Empecé a preocuparme. Mirá si la maté realmente. Bueno, en ese caso tendría que, al menos, hacerle un velorio digno. Mejor no, a ver si la despierto y empieza de nuevo.  Pero no puedo dejarla así, no me cuesta nada unas horas de ritual como para cumplirle por todos los años que me acompañó calladita.
El miércoles a la noche, o sea ayer, preparé todo. Hice, con cartón, un ataúd en miniatura que forré con papel afiche marrón. Quedó lindo. Me senté el sillón del living, justo la pared de atrás tiene un crucifijo colgado que me viene diez puntos. Trabé el cajoncito en la rodilla. Eran las tres de la tarde, seis horas tiene que estar bien, tampoco es un ser humano, así que hasta las nueve me iba a quedar ahí haciéndole el velorio. Me acordé del técnico. Tendría que llamarlo. Agarré el celular.
Profe?
Quién habla, ¿Daniel?
Si, si
¿Qué hacés? ¿Qué pasó? decime.
 Nada profe, quería invitarlo al velorio
¿Eh? ¿Qué pasó dani? ¿Algo con la familia?
No se preocupe, no es nadie de mi familia, están todos bien. Es por la rodilla.
¿Qué decís? ¿La rodilla?
Y, que quiere que le diga, no me parece correcto que la deje así tirada, desde el domingo que no habla y si la maté, tengo el deber de hacerle este pequeño homenaje, no puedo ser tan ingrato. No sé qué opinión le merece, pero pensé que, como vivenció algunos momentos con ella, capaz que le interesaba darse una vuelta, sin compromiso, obvio.
Pero vos estas para el manicomio Daniel, no, en serio, vos estás mal, ya te lo dije. Mirá que me voy a ir hasta tu casa para velar a la boluda de tu rodilla que de un día para el otro se le ocurrió hablar y además tirarnos en contra. Ni en pedo, Daniel, ni en pedo. Y dejate de joder con eso. Sacatelo de la cabeza. Haceme caso. Chau.
Alberto me cortó el teléfono. Tenía sus razones. Lo entiendo. Así que me quedé solo con mi rodilla, el crucifijo y el ataúd. Esperé un par de horas sin hacer nada, la pierna estirada en el sillón con el ataúd encastrado. Siete y media sonó el timbre. Acomodé el cajoncito en la mesita del living. Me acerqué al portero.
¿Quién es?
Alberto, Dani, Alberto
Le abrí. Subimos.
Después de que me hablaste no pude dejar de pensar. Tenés razón. Hasta qué hora es la ceremonia.
Hasta las nueve.
Nos quedamos los dos en silencio un rato. Después conversamos. Del tiempo. De la familia. Un poco de futbol. Del país. Alberto hizo café. Se quedó hasta las nueve y media. Le dio un beso a la rodilla y se fue. Lo vi compungido. Yo me levanté. Enterré el ataúd en la maceta del balcón. Fui al baño, me pasé espadol en la rodilla. Agarré el teléfono y pedí una pizza chica. No tenía mucha hambre. Los velorios me cierran el estómago. A las doce ya estaba en la cama. Antes de dormirme pensé en la finada. Debo reconocer que tenía esperanzas de que estuviese catatónica. Se ve que no. Apagué la luz del velador.
           Hoy entrenamos. Me estoy bañando. Recién sentí una puntadita a la altura del ombligo.
¡Euu! ¡Che! ¡maestro!
El domingo que viene definimos el campeonato con Independiente.


Cazadores


Hoy la caza fue mala. Tres bolivianos es poca cosecha por día. Liniers es un hervidero. Pero ahora se ve que han aprendido algunos trucos. Claro, es la evolución. Se van haciendo más astutos, se escabullen. Aprenden de la experiencia. Pude agarrar a tres. Cerca de Timoteo Gordillo y la vía. Quedaron enganchados en la red. Por suerte me alcanzó la carnada. Aunque cada vez se me hace más difícil. La carne se pone más cara y no da para comprar un corte interesante y agarrar a los más grandes. Así que los tiento con osobuco y recortes. A veces con menudo de pollo. Ahí es cuando engancho chiquitos, que apenas me sirven para cambiarlos por balas, alguna entrada para el cine, poca cosa.  Con lo que no dejan de picar es con vino barato. Si les pongo una cajita de tetra, seguro me llevo algún ejemplar importante. Lo que pasa es que los de las bodegas no están entregando. Esos también se avivaron. Te cobran un Talacasto como si fuera un Rutini. 
                                                                                                                        

miércoles, 9 de mayo de 2012

Las huellas (segunda versión)



Va otra versión de este cuento que quiero ir cerrando. Por ahora me tiene conforme. Vamos a ver que pasa. Los cuentos tienen movimiento y pegan gritos, llantos-evidencias, cuando les nace una nueva vida, una nueva posibilidad de expandirse.





La Vieja dormía. En su cara se notaba cómo le ardía la fiebre. Su marido, El Hombre, ponía constantemente paños húmedos en la frente de la mujer. Alrededor de la cama, la acompañaban él y los mayores del pueblo. Además estábamos Pablo y yo. Se despertó. Confundida, nos miró a todos.
¿Dónde está Pablo que no llego a verlo?, preguntó.
Acá estoy Vieja, esperando.
¿Y qué esperás?
Que usted se levante, que usted se recupere, señora.
Esperas bien entonces, ya me voy a levantar de esta cama y todo va a seguir igual que siempre, señaló la mujer acomodándose.
Igualmente- dijo Pablo, atrevido- opino que deberíamos tomar por peligrosas las señales que  llegan por atrás del Límite.
La Vieja se acomodó.
No, pablito, te equivocas y mucho. Por eso pregunté por vos, yo imaginaba, yo sabía que estabas abalanzándote, por algo son jóvenes; contestó La Vieja.  Alcanzame por favor ese otro paño frio.
Pablo le estiró su mano izquierda a El Hombre, quien le alcanzó un paño todo mojado que Pablo escurrió un poco. Se acercó a la cama.
Este tema, querido, lo sigo controlando; aun con este resfrío puedo mantener a raya a los Esclarecidos. No hay que preocuparse tanto. Deben haber notado que la Niebla, como yo, se debilitó un poco, por eso se exaltan. Pero aún así no pueden cruzar, hay que ser pacientes, Pablo.
Después de hablar, La Vieja despegó un poco su cabeza de la cama. Pablo le colocó el pañuelo.
Señora, lo tengo que decir, yo la respeto pero tengo que manifestar no solo mi interés sino el de todos los jóvenes del pueblo, que están hartados de vivir con  una amenaza que no les deja posibilidades más allá del Límite del bosque.
Pablo me miró. La Vieja cerró los ojos.
¿Hablás por todos Pablito? ¿Seguro? ¿O solo por vos?- le contestó- Uno a veces cree estar hablando por los demás, pero en realidad son los propios temores lo que manifestamos. No te culpo, le pasa a cualquiera.
Yo iba a decir algo, cuando El Hombre  interrumpió.
Si la respetás entonces hacé el silencio que corresponde a gente de tu edad.
Pablo ocultó su bronca mirándose los pies en ademán de comprender. Salimos de la habitación, previo permiso y disculpas. La Vieja desde la cama movió levemente la cabeza.

Esa noche, Pablo organizó una reunión en la orilla sur del Límite, donde empezaba el bosque. Asistimos todos los jóvenes, sigilosamente. Los mayores no tenían que saber nada.
La vieja está muy enferma, no le queda mucho y con ella también la Niebla y nosotros, dijo. Hubo murmullos. Algunos negaban con la cabeza.
Me parece  que no habría que apurarse así, Pablo.
No me apuro, es la verdad. La fiebre no para y sin La Vieja, bueno, ya sabemos que pasaría sin ella.
Eso es apresurado, insistió el primero, hay que esperar. La Vieja nunca erra.
¿Y cuanto vamos a estar esperando? ¿Hasta que crucen el bosque y violen a las mujeres? Y la verdad que ya estoy harto con esas historias. Yo no creo que sea para tanto.
Hubo silencio.
No, no me parece.
Que no te parezca. Hay que ir de una vez y terminar con el miedo que nos inculcaron  toda la vida.
Somos pocos, Juan. Le dije, interviniendo en lo que ya era un careo.
Bueno, sí. Ahí tenés razón -me miró- pero de última ¿no tienen ganas de dejar de pegarnos con palos entre nosotros y traspasar de una buena vez un cuerpo real? La Vieja, si ganamos, va a estar orgullosa. Además ¿Quién no quiere conocer que hay atrás del Hechizo?
 Hablaba bien, tenía lenguaje de líder. Acentuaba con las manos. Nos convenció a todos. Efusivos, juramos volver con las manos llenas de sangre Esclarecida.

Antes del amanecer marchamos, nos metimos en el bosque. Teníamos que ser rápidos. Los mayores se iban a dar cuenta ni bien salga el sol y la alarma podría generar pánico y desastre. Si todo iba bien, al mediodía teníamos que traernos la victoria.
Nos juntamos en las cercanías de la Niebla. Pablo ordenó las filas, me pidió que vaya con la retaguardia. Empezamos a atravesar el hechizo con cuidado, silencio y en posición de combate. No se veía nada más allá de las propias manos. Seis filas de ocho personas. Pablo adelante, yo con los últimos.
El blanco espeso se hizo más cálido y espacioso. Marchábamos con las armas apuntando al frente. Después de un rato, terminamos de cruzar. Estábamos del otro lado. Fue fácil. El cielo era gris y rosado. Me di cuenta de que el tiempo acá era igual que en el pueblo. Amanecía tanto como donde estaban los nuestros.
Vimos una colina. Fuimos hacia ella y nos pusimos a resguardo.
Asomate, me indicó Pablo.
Había algunas chozas y humo que salía desde un fogón. La Aldea de los Esclarecidos, si es que eso lo era, parecía todavía dormida o desierta.
Es ahora –dijo-  están dormidos.
Yo dudaba. Desde la escuela nos atemorizaban con la bravura de los Esclarecidos. No me resultaba creíble que dejen sin custodia en ningún momento su aldea. Igualmente acaté las órdenes.
Nos erguimos, levantamos las armas. Gritamos. Poseídos, avanzamos corriendo y en bloque. Bajamos al otro lado de la colina, Pablo lideraba las filas. Nos acercábamos a la Aldea. Nadie salía. Atrás de las chozas se podía ver un enorme montículo de paja que se movía levemente. Cuando estuvimos frente a las viviendas, el montículo se vino abajo. Por entre la paja apareció un grupo de hombres embadurnados con barro en la cara, respetando viejos rituales de guerra. También gritaron y también se abalanzaron. Nos estaban esperando. Algún ruido que hicimos, algo, nos delató. Me sorprendí nuevamente: los Esclarecidos eran iguales a nosotros. Toda la vida me los imaginé monstruosos. Y acá estaban iguales a mí y mis compañeros solo que más grandes, con más batallas curtiendo sus caras.
 Golpeaban sin parar. Eran fuertes. Intentaron acorralarnos contra la caída de la colina. Resistimos. Totalmente endemoniados avanzamos sobre ellos. Espada y escudo. Aunque cayeron varios de los nuestros, finalmente los masacramos. Festejamos con nuevos alaridos. Pablo dio la orden de mutilar a los Esclarecidos y quemar su aldea. Cuchillo en mano fuimos despojando los cuerpos de las cabezas inútilmente maquilladas con barro. Reíamos como demonios y cantábamos a los gritos mientras realizábamos la faena. 
Más allá de las últimas chozas, desde donde vuelve a comenzar el bosque, un grupo de unos veinte, avanzaba hacia nosotros. Volví en sí. Miré a la tropa. Me di cuenta de que éramos muy pocos para aguantar otro embate. Grité a Pablo para organizar una retirada urgente. No pude verlo. Me hice cargo de la situación. Di la orden. Todos retomaron la conciencia. Escapamos. A Pablo no lo vi más.
Mientras huía pensé en La Vieja. Corrí desesperado hasta meterme en la Niebla. Me alegró otra vez saber que solo los del Pueblo teníamos el instinto para traspasar el hechizo. Eso nos diferencia de los Esclarecidos, pensé. Hicimos una trinchera. En silencio. Realizamos un recuento de los que quedábamos en pie. Pocos. Muy pocos.
¿Alguno vio a Pablo?, pregunté.
Nadie respondió. No se sabía si había logrado escapar, fue masacrado o hecho prisionero. Tuve la impresión de que la mayoría del grupo creía en una posible traición. Nadie contestó. Un amputado gimió profundamente. Todos quedamos mirando como respiraba por última vez con los ojos abiertos, la espalda apoyada contra la tierra.
Acordamos volver al pueblo. Teníamos que regresar. No llegábamos a ser veinte. Pusimos la rodilla en el suelo húmedo y salimos. La última fila llevaba el cuerpo del muerto.  Nos amoldábamos a la velocidad de los heridos.
Hicimos un buen rato de marcha. La luz debería terminar atrás nuestro cuando lleguemos. El sol fue rotando. Por último desapareció, se hundió en la parte más espesa. Seguimos caminando. La oscuridad nos asustó, ahora la niebla era un manto negro cayendo sobre la escuadrilla. Nos perdimos en el hechizo. Me acordé de las historias acerca de nuestro instinto para atravesarlo. Toda la furia que tuvimos se nos extinguió de golpe. Juro que escuche llorar. Temblé. De frío y miedo.


La luz empezó a aparecer por fin. Vimos un árbol, exactamente un álamo que extendía sus raíces hacia adelante, donde otro las esperaba. Las seguimos. Vimos un arbusto y otro más. En unos minutos de caminata quedamos rodeados de bosque visible. Con claridad, distinguí la tierra sobre la que andábamos. Reconocí huellas. Son nuestras, me dije. Ahí estaban, en filas, dieciséis pisadas que avanzaban sobre el terreno. Anuncié lo que era ya una novedad, grité que estábamos cerca. Caminamos un poco más. Volví a mirar las huellas. Me llegó un gusto acido en la boca, señal de que me invadía el miedo. Otras, paralelas a las nuestras, disimuladas y suaves, aparecieron en el suelo barroso. No dije nada, aunque todos ya se habían dado cuenta. Seguimos avanzando. Las huellas se multiplicaban, ya no eran pares de ocho. Llegamos al Límite del bosque.
Nos acercamos corriendo. En el otro extremo del pueblo un grupo de hombres  apuraba una huida hacia el bosque. Perdimos el orden. Los heridos y los que llevaban al muerto, quedaron rezagados. El panorama era desértico. Al igual que en la aldea de los Esclarecidos, el humo se esparcía e intoxicaba el aire. Pero no era humo de fogón. Las casas quemadas terminaban de caerse frente a nosotros. Todo estaba destruido. Las huellas, pensé, las huellas. Me separé del grupo. Corrí más. Me acerqué a lo que fue la casa de La Vieja. Todavía conservaba su estructura. Entré. Corrí la lona que colgaba en la puerta. Había un olor terrible y  nada de luz. Tantee donde imaginaba que estaban las velas. Encontré un candelabro. Volví a salir de la habitación y prendí la vela con un pedazo de mampostería ardiendo, entonces entré nuevamente a la casa. La luz del candelabro se expandió en el cuarto. Sentí el acido en mi boca. Pude ver, apiladas, decenas de cabezas. Reconocí a El Hombre y a los mayores. Encima de todas, coronando la montaña, la cabeza perteneciente a La Vieja. Sus ojos vacios y sin vida me acusaban desde arriba.