viernes, 24 de enero de 2014

Modernidad y rock.

1-Una banda de rock me invitó a presenciar el sábado pasado la grabación de lo que será su primer demo. Consiguieron una casa vieja en una zona de la ciudad donde son mayoría este tipo de construcciones de techos altos, muchas habitaciones y con  patios enormes divididos, por lo general, en una galería techada y otra sección con pasto e incluso una quintita particular abandonada. La sala de grabación se ubica en una de los cuartos de la casa masomenos acondicionado para efectuar el registro sonoro. Frazadas colocadas en estructuras  semejando fantasmas vintages son las encargadas de absorber y amortiguar el sonido. Un escritorio con una computadora y la consola reglamentaria enfrenta la zona que ocupan los músicos. Da la impresión de que tanto como grabar una banda de rock es posible realizar en el lugar una sesión de espiritismo y materializar alguna criatura supraterrenal mientras se la observa corporizar desde las consolas. La escena no difiere mucho de lo que es una grabación. Auriculares y atención puesta al centro de la sala, maquinaria conectada, concentración y el temor a lo desconocido, a la interrupción de lo ordinario: una pifia que corta el flujo, una canción que se graba, un espíritu que se presenta; da igual. Incluso el producto final, la canción o el disco, pueden relacionarse fácilmente con la materialización de algo que antes era invisible. No lejos de ahí, a veinte metros de distancia aproximadamente, se llevaba a cabo un velorio. Ironizamos en varios momentos sobre la posibilidad de resurrección del muerto debido al sonido de la banda y nos reímos con recurrentes imitaciones zombie realizadas por uno de los guitarristas. En algún descanso, hablamos de Todos Tus Muertos debido a dos factores: que el sonido devuelto por la consola tras realizar las tomas traía restos de punk under noventista –sobre todo por el color mordido y violento de las guitarras- y, segundo, la cercanía del velorio a sabiendas que los TTM utilizaban coronas fúnebres en sus recitales. La sesión terminó alrededor de las dos de la mañana. Cansados y con el compromiso de retornar en siete días, los músicos se fueron yendo. Antes descorcharon un vino y brindaron confiando en el éxito de la primera jornada. Hay una  fe que es necesaria en estas circunstancias y que el músico deja ver. Cierta comunión desde el momento en que se carga el primer equipo hasta que se retira el último pie de la sala horas después, connotada en el buen humor de todos. La risa debe contagiar una jornada de estas características intensas, con la modalidad del registro en directo, todos juntos, como si fuera en vivo; de otra forma, la tensión amenazante secuestra la escena y es muy difícil retornar al eje. También se ve esa fe en lo dejado para la siguiente sesión, lo que resta. “Bueno, hacemos hasta acá y continuamos el sábado que viene”. No se detiene mucho la reflexión en los pifies o erratas, no es el momento. Para tal fin está el devenir de la semana y la primera escucha “frescos”. La sucesión dinámica de los días se encarga de eso, de pasar por la saranda toda la fe invisible y todo lo no dicho en la grabación para poder ir con otro marco de realidad a la siguiente sesión y renovar la ilusión. En resumen, hay misticismo, necesario, en estas situaciones de tensión tan observable como en la previa intima de un equipo de futbol. Hay cosas en ese momento de las que no se habla.  

2-Hoy domingo por la mañana busqué en YouTube un disco de Cienfuegos para escuchar, quería comparar sonidos de guitarras, seguir indagando en las texturas eléctricas incentivado por lo vivido la noche anterior. Abajo a la  derecha, en las recomendaciones, la aplicación proponía un disco de Todos Tus Muertos. La belleza y sensualidad de internet consiste en saber interpretar en algoritmos y lenguaje decimal los gustos y –sobre todo- el presente de los diferentes cuerpos humanos. Escuché los discos, el de Cienfuegos y el de TTM. El segundo comenzó con una canción tremenda, que corona la totalidad de la experiencia: "Toda la recamara olía a muerte pero el aire particular del féretro me hacía daño. No me podía mover contemplaba fijamente el cadáver rígido extendido, en el féretro." La letra y la música siniestra me hablaban a mí –solo a mí en ese preciso momento- del evento vivido la noche anterior, pero además se extiende y nos permite entender mucho más. ¿No es el rock ese muerto sobre el que no podemos dejar de posar los ojos, ese filo, el punctum de la foto mayor, la modernidad, que nos daña pero hipnotiza y a al cual no cesamos de resucitar? ¿No es la recamara de TTM la modernidad entera, siempre muriendo, infectada de olor a coronas, a jazmines, a calas de plástico? Los filósofos alemanes entendieron que el tiempo nos atraviesa y por la tanto, la presencia de la muerte es ineludible y constitutiva; no se puede ir contra ella, se la acepta y se vive a partir de ahí en la paradoja de intentar superarla. La modernidad y el rock son de los hombres y por lo tanto están infestadas de muerte hasta el excremento. ¿Qué hacía yo ahí presenciando esa grabación, cerca de ese velorio, hablando de punk viejo, haciendo rock? Es claro: ellos realizaban la sesión de espiritismo, intentaban, hipnotizados, revivir al muerto, materializándolo y sobre todo, repitiendo -y en el mismo repetir  haciendo un acto preciso en esa casa antigua que ya es eterna, con techos altos, fría, siniestra-. El evento es pasible de ser repetido y por eso se torna irrepetible. Yo fui un simple testigo. Alégrese, la comparación no necesita mucho esfuerzo. La casa semeja la modernidad que amaga siempre con morirse y los músicos, como los dioses que crean vida, hoy descansan para volver a colar materia en siete días.


Si te arrancás una cana te salen siete más.


Ojo
con la objetividad
a veces pensás
que la sentencia
corre para todos
y en realidad
puede que
te estés poniendo viejo
vos, solo vos.

El calor y la combustión hacen las cosas borrosas.


Se me pasó un tren
no veo bien cual es
pero
expiró la suerte
que era para mí.

Vi borrosa la figura trasera
de un vagón.
que ya se fue.
Lo peor:
no tuve ganas de correrlo
como siempre, suelo aburrirme rápido.

Y acá, parado,
cagandome de risa,
ni siquiera cerca del andén,
juego en los yuyos
con los perros.


Carta

Me llegó una carta de alguien que cumplió 30 años hace poco y me pidió que la publique por acá, que es como tirarla en un tacho de desechos tóxicos en General Madariaga. Insistí, pero me dijo que no le asustaba la garantía de olvido. Bueno, ahí va.

Hoy es el último día de mi veintena. No me caben los lastimosos ni las poses nostálgicas, las evito. Quién lo practique me parece muchas veces digno de recibir un bullying numeroso. No está mal señalar una sospecha tras ese trabajo por evitar la estética lacrimosa del recuerdo. En todo caso, valoro la actitud de aquellos que, aún en el maremoto cíclico de la modernidad, fuerzan una mirada hacia el futuro, encuentran un refugio en la ironía y celebran lo vivo aún sabiéndolo finito. Lo muerto debe dejarse morir, irse. No hay tiempo de más, canta Manal. Voy a permitirme, sin embargo, una porción del imposible “mirar hacia atrás”. La ocasión  merece el intento inútil, como al que le insisten en una fiesta que haga una proeza que no repite hace tiempo.

Giro la cabeza. Hay un trayecto sinuoso con un origen nublado. Se me confunden los veinte años con el final de la adolescencia; siglo largo, la veintena comienza a los diecinueve. ¿Qué hice? ¿Cómo se adaptó y se comportó mi cuerpo en ese trayecto del tiempo? Como todos: completé, camaleónicamente, el periodo de aprendizaje del hombre. Me enamoré fuertísimo, pero fuertísimo al nivel de entender letras de rock, al nivel de sentir que el mundo conspira y que están hablando de uno. Hice música y tomé decisiones despechadas; después me enojé con la música y conmigo. Así enojado y decepcionado de mí mismo estuve un tiempo largo –bah, todo lo largo puede ser algo que sea un subconjunto de una década. Viví en Buenos Aires, dejé de tocar. Tuve problemas laborales, como todos. Exageré y sentí mucho miedo. Encontré refugio en la disciplina, puse una estructura rígida sobre lo que se avecinaba como un río incontenible. La tradición vino a poner orden. Los símbolos de ese proceso: el futbol amateur y la facultad. Claro, estudié toda la veintena: abandonando, re inscribiéndome. La angustia del estudiante público fue mía también.  Volví a la música, muy de a poco. Cambié de mujeres y trabajos; me desenamoré varias veces, coquetee. Los episodios de ese tipo se convirtieron en fantasmas, algunos más débiles que otros pero todos conformados en una ausencia que acompaña con la fatiga de la cortina empujada por el viento. Murió gente querida, cercana e influyente; nacieron otros que van a ser mejores. Crucé la década kirchnerista con alegría, odio y tristeza. Puse el voto en el 2003 junto a mi viejo; me acuerdo de ese momento, primera Elección, claro. Me salvaron de muchas cosas y sin que lo  sepan, algunos amigos; volver al campo, la familia, por supuesto y el amor de una mujer. A esta altura del texto me estoy convirtiendo en todo lo que odio con fervor, sépanlo. Me agarré a piñas, perdí, gané, me sacaron un diente. Sobreviví a una golpiza enorme en la calle. Hice nuevos amigos y confirmé lazos. Anduve de noche. Tuve sexo en distintos lugares. Vi bandas en vivo que me hicieron feliz. Toqué con algunos importantes nombres; me enamoré –y reitero- otra vez de muchas cosas: mujer, la música,  los libros, escribir. Atentos a esto último; en el final de la veintena retornó con impulso lo que abandoné en el comienzo de ella, leer mucho y escribir. Algo del orden de la posibilidad de narrar una experiencia debe haber ahí, algo que asoma al final de un ciclo, una tranquilidad y un relajamiento de los músculos latentes en frases como “esto ya lo vi” –aunque en rigor, es mentira, nada se vuelve a ver al cien por cien- y las ganas de contarlo. Si, aparente concepción romántica y naif de las cosas: se vive mucho y después se escribe mucho. Pero es en esta segunda instancia, el colado de la fundición, donde se descubre casi sin voluntad otro orden de experiencia. Vivir en el lenguaje, en el logos.  Eso es lo que apareció ante mí en el final de la veintena; la prueba de otro mundo y relaciones de experiencia en el cual mi cuerpo y sus intereses quedó enredado. El adolescente temor a la trascendentalidad dio vuelta su rostro para aparecer como deseo. Si la primera parte de la década fue un fluir melanco/analógico, esta segunda mitad, preludio de lo que viene, fue convirtiéndose al orden de lo irónico/trascendental/digital/escritural. No debe entenderse que hay un abandono del cuerpo y de la experiencia empírica para dirigir la mira a un idealismo antiguo y acartonado. Todo lo contrario, la experiencia corporal se intensifica habiendo aceptado y escuchado el llamado del logos en la autoreflexión de la práctica de la escritura. Yo tampoco lo entiendo mucho. El cuerpo ahora es carne y discurso. Intensificación de la inmanencia al expandirse más allá de la piedra que está mirando. “Veo los caballos pero no la caballeidad” le dijo un griego a otro. Nosotros tampoco la vemos pero la buscamos en las relaciones - terrenales y al mismo tiempo invisibles- que establece el equino. Irónico; transitando a pasos sobre la línea de la nada, creando y estableciendo sentidos invisibles donde el mismo fuego de la veintena dejó un vacío. ¿Qué más? Miles de cosas más, tiré algunos puntos que considero pertinentes. Confirmo los treinta años de vida. Un ejército de fantasmas me acompaña. La distancia entre todos esos espectros no es más que mi cara y la sonrisa irónica dibujada en ella. Voy a cruzar una puerta consciente de que extraño cosas pero también de que las tengo. Giro la cabeza otra vez y miro, hace calor, quiero la playa, lo demás ya no importa.

Simon Reynolds y el problema del tiempo.

Nota Original en: http://revistapaco.com.ar/2013/12/11/simon-reynolds-y-el-problema-del-tiempo/2-
Una lectura Postpunk: romper todo y empezar de nuevo

Editorial: Caja Negra/ 553 páginas /2013

por Sergio Massarotto - @sarkiseter / Fotos_Luis Andrade

1-

En el siglo XVIII Edmund Burke advertía que la novedad y la curiosidad no puede ser condición exclusiva del gusto sino que, al contrario, se reduce a ser uno de los más superficiales afectos u emociones del entendimiento. Aquellas cosas que nos impactan por su novedad no pueden retenernos mucho tiempo, esto alcanza para condenar tal emoción. El punto de Burke es hábil y responsable; permite entender por qué se extiende la apreciación de objetos culturales más allá del umbral de la juventud, donde todo lo que sucede parece nuevo. Arriesgando tensionar con esa antigua ley estética Simón Reynolds se embarca en “Postpunk: romper todo y empezar de nuevo” al análisis crítico del periodo musical que coincidió con su propia juventud. Realiza para esto varias operaciones dignas de mencionar. Primero lo ejecutado por todo crítico: establecer relaciones; para lo cual necesita un reservorio o archivo con el cual trabajar –trascendente o no, pero si trascendental; explícito o funcionando tras un velo-, la posibilidad de un futuro, una lógica o la chance de una explicación en vistas a un objetivo. En contexto alemán sostendría que estas condiciones las cumple el Espíritu pero no quiero afirmar tanto en el caso de un empirista inglés; alcanza con identificar la necesidad de un dispositivo de objetividad para el ejercicio crítico. Todo lo anterior configura, entonces, el extremo de la objetividad. Segundo, taxonomizar, establecer categorías y límites. Acá es donde aparece, acechando, la arbitrariedad subjetiva del crítico como individuo y su educación sentimental en tensión con el anterior punto. Tercero, y como nexo entre ambas polos, el seguimiento de una temporalidad, una forma de entender el tiempo que condiciona las relaciones objetivas y el punto arbitrario de las categorías. ¿Por qué mencionar esto? No creemos desatinado sostener que Reynolds instaura una disciplina. Así como la pregunta por la existencia del Estado antes de la modernidad es válida o si hay Estética antes de Kant, la pregunta de si hay crítica de rock antes de Reynolds corre con similar fuerza. Adelanto algo: se puede establecer una comparación –débil, forzada y arbitraria, tal vez; ya lo dije- entre Reynolds y Kant en varios niveles que iré desarrolando a lo largo del ensayo. Es posible afirmar que hubo periodismo de rock y algunas sistematizaciones, pero el rigor conceptual y las herramientas con las que se maneja el inglés parecen difíciles de hallar previas a su figura. Pareciera que se escribe con Reynolds o contra él y eso es un gesto que denota relevancia.

2-

El libro comienza con el desnudamiento del punk como un movimiento efímero y poco honesto, resumible en la imagen de músicos que simulaban no saber tocar aunque en realidad eran dignos instrumentalistas. Hay excepciones, claro, y un binomio fundador de la argumentación de todo el libro entre lo callejero y lo arty. Desde la tapa del libro -la figura de Rotten atravezada por distintos colores- el autor intenta mostrar que Sex Pistols y en particular su líder, fueron el aleph donde esos signos de la época podrían rastrearse. Voy a volver sobre “la cabeza de Rotten”.



Ante el binomio, Reynolds juega sus cartas por la segunda variante. Hay que destacar que el crítico sabe, posee un bagaje cultural enorme que le permiten realizar las necesarias comparaciones y relaciones con esferas y ámbitos alternativos. La vertiente arty del punk, aquella que hacía guiños con otras disciplinas artísticas, el cine, la literatura de ciencia ficción y la política es la que va permitir que el juego siga y nazca el fantástico mundo del postpunk. Para entender se vuelve urgente retrotraer los conceptos que adelanté. La temporalidad que el autor maneja presiona con fuerza detrás de un velo. Como un resorte que se extiende después de ser presionado, el tiempo del inglés se dispara hacia adelante, hacia una meta. Otra vez, como Kant, Reynolds adscribe y es deudor para su argumentación, de un tiempo que avanza, cronológico, hacia el progreso. El hombre en esta temporalidad kantiana, que ya no es deudora de nada -como sí en la manera griega, antigua, lógica de restauración- sino a la que todo va estar sometida, se convierte en la conciencia que da cuenta de este ritmo. El hombre es atravesado por el imparable despliegue del tiempo. Dos cosas al respecto: la necesidad en la argumentación de un paraíso al cual apuntar, un mesianismo; la figura de Rotten reconvertido en Lydon como aquel cuerpo atravesado por el tiempo. En Kant: la paz perpetua, la nación universal por encima de todos los contratos sociales nacionales. En Reynolds: el postpunk interracial.

3-

¿Cómo es el paraíso del postpunk? Un final de la historia de corte progresista. Sellos discográficos que se forman en una habitación y con poca plata, músicos talentosos, discos independientes que se venden bien sin llegar a la ostentación maliciosa de los millonarios; la crítica funcionando como intermediario con el público y señalando las zonas de interés que no paran de surgir y cambiar. El uso creativo de subsidios públicos y fondos de desempleo. Lo independiente marcándole el ritmo al mainstream, el baile y la guitarra funk. La negación del machismo; cruce interracial y de culturas; abandono progresivo de las drogas y la distorsión hacia lo clean dado que los velos se vuelven insípidos y no hay necesidad urgente de escapar. La innovación constante y el despegue de los símbolos tradicionales del rock son puntos clave. Tres presencias fundamentales recorren el período. Iggy Pop, Ian Curtis y, el más importante de todos, David Bowie. Lou Reed y Velvet Underground también ejercen fuerza para que la etapa brille pero son los ojos omnipresentes de Bowie y la presencia fantasmática de Ian Curtis el combustible principal. El primero manteniendo la puerta abierta del mainstream para que se cuele la escena independiente, conservando el presente como el Dios medieval. El segundo potenciando la creatividad y la ambición de sus pares con su vacío siempre tentador a ser llenado. “(…) Ian era el cantante número uno de su generación y que él, Bono, ¡sabía que solo llegaría a ser el número dos!” cuenta el importante productor, empresario excéntrico y periodista Tony Wilson. El postpunk es el futuro posible, el pueblo por venir, la meta del crítico inglés. Hay que quedarse en la sensualidad de la prosa de Reynolds que en buena parte del libro contagia el amor por la época. Al leerlo, uno siente ganas de escribir, de tocar y formar un sello independiente. Incluso vivir en una ciudad posindustrial, pagar un módico alquiler y destinar las horas a perfeccionarse en una caja de ritmos.

4-

Un punto más me interesaría señalar. Leer el libro de Reynolds es explorar y meterse lateralmente en el rock argentino desde el comienzo de los ochentas hasta acá. La lectura de estas páginas son una zonda con la cual entrar en la cabeza de Luca Prodan y comprender de un modo más sólido su magnitud e importancia. Sobre todo la primera parte del largo ensayo ayuda a entender su impronta en el sur al exponerse una muestra de la biblioteca sonora y el mundo que el líder de Sumo vivió en primera persona. Prodan es quien trae toda esa información para volcarla acá. La inconmensurabilidad de los paradigmas parece cierta en este punto; Bowie, Lou Reed, Joy Division y otros fueron ignorados por los antiguos del rock local. El hecho pertenece más a límites infranqueables que a ninguneo. Un muro irreductible se levantaba entre las generaciones de estos músicos. Fue Charly García, genialidad mediante, el único que supo cruzar esa pared contemporáneamente a Prodan y los que venían con él, y sobrevivir por un tiempo rodeado de cuerpos y escuchas más jóvenes. García como un David Coperfield del subdesarrollo frente a la Muralla China. Incluso el reggae y el ska, posteriores banderas para el descubrimiento de otros ritmos referentes a “lo latino”, se descubren –a pesar de la militancia nac pop y la patria grande- como un complejo producto de mediaciones con origen en Inglaterra y que tienen a Prodan como el cadete que acercó el paquete. La lectura de Postpunk da la herramienta para entender ese trascendental papel del pelado italiano y de otros músicos de importancia actual. Sergio Rotman aparece ineludible. Cultor del punk, la new wave, el ska, talentoso y experimentado a la hora de oír, elaboró lecturas que tensionan con el viejo paradigma. El mismo que en un hermoso gesto de amor arrojó al vacío sus discos de Led Zepellin y Yes desde la ventana de un edificio, también realizó interpretaciones de Bowie, Joy Division o Talking Heads y hasta tituló un álbum utilizando frases de Lou Reed. Conoce además los trajines difíciles del under que leídas en el libro de Reynolds parecen confirmarse como internacionales y aleccionarían de ser hojeadas al vedetismo y ansiedad caro a las bandas locales cuando solo referencian al mainstream, omitiendo transitar la senda del trabajo. Agrego: Rotman también reacciona contra ese síntoma.

5-

Reynolds ve en el avance de la tecnología y el acompañar de la música pop esa mudanza, los signos positivos del progreso. La marca de que se está en la buena senda entonces es la separación, ir a lo limpio, dejar la guitarra fálica atrás para abrazar las drum box, la planicie igualitaria del sintetizador y el trabajo en la consola de grabación. Por debajo nuevamente, como el alemán, la prescripción es adoptar el tiempo progresivo de la ciencia y la tecnología. Cuando la música se pliega a esta temporalidad de línea recta y constante avance se producen las Épocas de Oro, lo otro es retrogrado y negativo. Aún más, los rulos de la historia, la vuelta hacia atrás, no son más que intentos insalubres y peligrosos de imitar estas épocas doradas. Clave y ambiguo a la vez, el objetivo del inglés se vuelve claro cuando llega al rock alternativo de los noventa y en un gesto valiente –y no menos bello– encumbra a Nirvana como punto firme donde se solidifican las tendencias retromaníacas y depresivas posteriores al eclipse del postpunk. Lugar que haría levantar de la mesa a muchos, las explicaciones y argumentos que el crítico utiliza se vuelven contundentes si uno adopta con tenacidad la tolerancia. La angustia de las letras, la apelación a códigos de la década del sesenta, el imaginario folk y rock de tendencias depresivas, la preferencia por distorsiones y armonías lisérgicas sumadas a la vuelta de la importancia de las drogas en el rock, marcan pautas a tener en cuenta si se las opone a la idealidad anterior. Pero más importante aún es la ausencia y oposición al baile, el corte en los “conectores” entre cabeza y cuerpo realizado por la música y la canción retro rock. En este sentido el beat insistente y contagioso que el postpunk realzó en las drum box aparece como fenómeno propio del tiempo progresivo enfrentado a la mirada retro. Hay que escuchar atentos el tempo de esa línea recta que nos atraviesa. Por eso es la rave el refugio subliminal del postpunk. En cambio el rock reaparece en 1985 como la esposa de Lot mirando hacia atrás, convirtiéndose, triste, en una estatua salina. Al contrario e insisto, el ritmo del tiempo que evoluciona exige y lleva a la sana mirada al frente. ¿Qué hay más abstracto que un ritmo? dijo un importante francés del siglo XX. Abstracción doble: el tiempo invisible que avanza, el click indetenible del ritmo a seguir. Reynolds es un iluminista y sueña y ama la invisible, calculable y coherente racionalidad.

6-

¿Cómo discutir con este tipo de posturas? Parece difícil no adscribir a la temporalidad cronológica que va hacia adelante. Modernos como el inglés cuesta salirse de una modalidad que nos dio tanto. Pero aun así el ejercicio es plausible. Hay señas en historia de la cultura que acercan pistas sobre otras posibles maneras de entender el tiempo. Me detengo un momento y explico claro: la manera de ir contra Reynolds es ensayar variantes acerca del tiempo; otro tiempo da otra visión de las cosas. El movimiento cultural hacia atrás es una constante periódica de la historia, cada tanto líneas románticas intentan una vuelta hacia orígenes olvidados cargados de una supuesta pureza. El rock no es ajeno ni inocente respecto a este devaneo. Aún así Reynolds estaría de acuerdo con esta sentencia solo que se opondría, no hay nada positivo en esos gestos románticos, abandonémoslos, diría. No voy a abundar en toda la bibliografía acerca del eterno retorno e incluso lejos estoy de desarrollar una teoría consistente acerca del tiempo pero podemos volver a Pierre Menard y nombrar a Derrida al pasar. Borges, eunuco iluminado, comprendió muy bien la sentencia de que el tiempo de la cultura se parece más a una espiral que siempre va pasando por los mismos lugares solo que a diferentes alturas; a veces con más alejamiento de los ejes –lo que le gustaría al autor de Postpunk- y en otras ocasiones con más apego. Al complementar con la imposible e infinita saturación de los contextos que el argelino europeizado utilizó como arma contra las teorías de la comunicación del empirista Austin queda, destilando, una posible respuesta: Nirvana es algo nuevo, Jack White realizando gestos de blues en la segunda década del siglo XXI no es un músico de los años veinte del siglo pasado, es otra cosa, hay más riqueza ahí que una copia triste. No se puede volver a escribir el Quijote, estamos haciendo otra cosa distinta, otra obra que cuenta con otros lectores/oyentes y un nuevo contexto. También podemos ir por el lado de las letras, buscar una disrupción temporal y relaciones ajenas incluso al siglo XX. Acá si estamos ya en un terreno opuesto al del crítico inglés para quien, signado por el empirismo, las líricas no se elevan ni refieren más allá de los distintos niveles más o menos íntimos del contexto de quienes las escriben.

Otra temporalidad se desmarca ahora, ya no es la línea recta que va imparable hacia adelante ni el círculo encaminado a la reparación que afectó a los antiguos, la figura ahora es la del espiral, que también continúa avanzando hacia otra cosa pero con un movimiento elíptico y complejo. Incluso este modo en la segunda década del siglo XXI nos calza mejor. Internet y las redes sociales se mueven de forma parecida. Todo está muriendo todo el tiempo y por eso sobreviviendo, respirando por goteos pero del lado de lo vivo. Y esta forma de ver las cosas no se contradice con la manera a esta altura casi naif de la tecnología, aquí hay otra vez una imposibilidad real de volver hacia atrás al margen del deseo. No se vuelve atrás, se hacen otras cosas. Por eso Reynolds no puede explicar, más allá de la apelación a la influencia de Bowie y de verlo como una anomalía a erradicar, la fascinación con el nazismo por parte de la juventud postpunk en medio del surf sobre la línea recta temporal. Ese gesto de reacción ante un contexto de viejos ganadores de la Segunda Guerra Mundial identificados como los buenos, cumpliendo un rol en la esfera pública de señalar fóbicamente al “que se porta mal”, se produce, para la indignación progre, en el corazón de lo nuevo. Hay mucha tela acerca de la relación y los símbolos entre Alemania e Inglaterra. Voy a ser cínico utilizando la propia argumentación del inglés ¿qué es la trilogía de Berlín de Bowie sino un enclave en busca de otras esferas y comuniones trascendentales entre ambos pueblos? ¿Qué es Bowie sino, como dije, el ojo de esta época de fines de los setenta y comienzos de los ochenta?

7-

Señalar y discutirle su eurocentrismo también puede dar frutos. Reynolds se pone sarmientino a la hora de taxonomizar. Aclaro: eso por acá se festeja, la arbitrariedad taxonómica del crítico que dice algo implica a veces –sino siempre– jugar una posición de esa índole. No hay dudas: Estados Unidos es la barbarie retrograda, la tradición en el peor de los términos, el “cock rock”, Bruce Springteen y los pelos en el pecho. Europa tiene la posibilidad del progreso cuando se mira a sí misma. Reynolds firma recetas al artista que se lo pida prescribiendo utilizar el ojo y las maneras europeas; incluida una estimulante piratería ligth y tamizada que apropie los bailes y ritmos de las islas centroamericanas. Otras escuelas críticas harían pie en lo que “Postpunk” ve como lo negativo. Ejemplo rápido, el español Juliá autor de “Bruce Springteen, Promesas Rotas”, quien mira en sentido contrario y propone a Springteen como el heroe que rescató la música pop de un pozo regido por la superficialidad. Pero más allá de estas alternativas me interesa volver sobre la misma lógica de Reynolds que al desarrollarse encuentra un escollo difícil. En la prescripción y el rastreo por mirar lo europeo, no deja de aparecer en músicos cumbres del postpunk y en la generalidad del movimiento dos motivos: el deseo por conquistar e ingresar en Estados Unidos, su mercado, MTV, etc. y, por otro lado, la fascinación por el nazismo, lo germano y la mitología más tradicional de las tribus que le dieron la baja a Roma. Ahí aparece la mano del crítico intentado corregir, disponer una moral sobre algo que se le escapa y lo excede.

8-

Tenemos entonces una nueva temporalidad, también una educación sentimental, vivimos los años de la juventud en la década del noventa y en el comienzo del siglo XXI. Nos falta lo que Reynolds tiene claro: un paraíso, un mundo ideal hacia el cual ir, una política y un pueblo futuro donde las relaciones entre las cosas expliciten un grado máximo felicidad de felicidad. Sin embargo, siguiendo a Reynolds, y con la figura temporal del espiral, se puede elevar a Nirvana y su momento explosivo o la década del noventa en el rock argento como momentos épicos, Épocas Doradas y futuros ideales. Si se mira un poco más de cerca reaparece en este punto el problema velado del crítico. ¿No será, en última instancia, la arbitrariedad bien argumentada y la subjetividad justificada lo que configura las operaciones críticas? En este sentido, Reynolds caería –como todos– en la zona señalada por Burke; tomando un momento que afectó su sensibilidad, su ilusión juvenil, y elevándolo hacia figuras de derecho, a la esfera del deber ser. Falacia naturalista, viejo miedo. Contra esto nada podemos hacer. La fe en otras cosas invisibles que nos movilizan, la creencia en una esfera pública del discurso y una objetividad –configurada en el mejor de los casos como un cruce pulido de subjetividades, pero objetividad al fin– son posibilidades, pero no deja de ser un registro de fe, apuesta y arrojo descartar cuanto de subjetivo hay en las categorías que manejamos y con las cuales nos volcamos a la escritura crítica.

Los Sonidos de la década (Parte 1)

Nota original en: http://revistapaco.com.ar/2013/12/02/los-sonidos-de-la-decada-parte-1/

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Pez – Folklore (2004) Por Sergio “El Bomba” Massarotto
Aunque se anuncian en su página como una banda “de Buenos Aires” no es, sin más, la ubicación física en un atlas lo que permite identificarlos. Hay que contar como atributo identitario de Pez la preocupación por entablar diferentes diálogos -de concordia, exploración y otras veces de ruptura- con la tradición de la música que aman, la cual -y en gran volumen- forma parte ya del acervo cultural de la ciudad. Rockólogos, parecen apuntar en cada trabajo a esta esfera transhistórica. Gustan por eso a periodistas y críticos; porque dan trabajo, permiten establecer relaciones y ejercitar el oficio. Justo otro de los atributos que identifican a Pez; trabajo, el ejercicio incansable de una disciplina traducido en tocar en cada lugar del camino y producir discos sin descanso. Prolíficos al extremo, como un monotributista, si Pez no produce, muere. Necesita trabajar todos los fines de semana para seguir nadando y sería torpe pensar que la dinámica no excede problemáticas estructurales o económicas. Hay en esta gimnasia una forma de vida, muestra paralela del desarrollo pasional y la obsesión por la práctica del rock
En el año 2004 grabaron “Folklore”. Sumaron para la empresa a Limeres en teclados y al experimentando Ernesto Romero en los sintetizadores quienes en dupla expandieron el espectro sonoro de la banda. Quince tracks de corte progresivo, armados sobre gruesas y sobresalientes bases de bajo, la agresividad clásica de Franco Salvador en batería, la violencia de los riffs distorsionados y capas psicodélicas repartidas entre teclados y sintetizadores. Un tejido acústico de una densidad notable. Cargado de tintes analógicos el disco consigue, por otro lado, entregar frescura apoyado en la duración sensata de las canciones y en letras que no versan acerca de héroes mitológicos con capa y escudo sino de hombres que hablan, viven y piensan en la ciudad atravesados, eso si, por un tenue aire metafísico. Es paradójico, Minimal predicó ateísmo por todos lados pero sus personajes no dejan de exudar cristianismo, cierta preocupación y pertenencia a dos mundos. “Folklore” es uno de los trabajos donde más se nota esta búsqueda -no voluntaria quizás- de alguna unidad trascendental, una costura hecha con hilo de lo absoluto o la posibilidad de un orden rigiendo sobre historias mínimas. No en vano el derrame plotiniano de la tapa (“Lo que crece y se mueve progresivamente es derretido por el caos que baja y se abre camino en armonía”); el título “Folklore”, funcionando como un llamador que recuerda la pertenencia a algo más que la empiria diaria; el destilar metafísico visible en letras pro institución familiar -“Por Siempre”- o la espera entre irónica y mesiánica de “Maldición” y “Lo verás reir”, así como las imágenes cosmológicas que sugiere el instrumental “Labrador”. Un disco idealista y teológico, que indaga y expone algunos problemas de la conflictiva relación entre lo particular y lo universal desde los cuerpos y el asfalto cotidiano de Buenos Aires.
Con el aporte de Fabián Casas, la colaboración del LFC “Toto” Roblat y masterizado por el fecundo Mario Breuer, “Folklore” permitió que Pez se expanda, llene lugares como ND Ateneo y consiga mejores ubicaciones en los festivales del mainstream local. Pero por sobre todo logró convertirlos en el faro al cual cantidad de bandas under y recién nacidas apuntan a diario. Salir del ghetto, exponerlos y darles con “Maldición” y “Respeto” los necesarios hits que tanto temían.
A finales del mismo año la tragedia invadió al rock argentino. Esta agrupación resistió ese tiempo de la única manera que saben: haciendo música. Llenaron un viejo micro con equipos y apuntaron hacia adelante. Hoy los Pez siguen literalmente en la ruta. Su último trabajo –“Nueva era, viejas mañas” (2013)- los encontró descubriendo tarde algo que ya está muriendo y eligiendo ser explícitos y hasta quizás panfletarios en defensa de una épica extinta; un gesto que podría comprenderse cinco años atrás pero no hoy, en el burocrático fade out de la década. Como el ave del filósofo el rock suele cometer estos deslices. Quedémonos mejor con el micro ruteando que solo frena para tocar. Difícil por fortuna que con esa dinámica algo se momifique. Extraña dialéctica. Como otras cosas, “Folklore” quedó atrás; pero es gracias al movimiento incansable de Pez que se mantiene incolumne y sobresaliendo un poco entre la extensa discografía del colectivo al punto de aportar alguna de las canciones clásicas de sus cierres de show. Pez, maquinaria que acrecienta a si misma su espesor en el andar, guarda en “Folklore” una bitácora del viaje; donde confluyen los momentos y las señas que permiten reconocerlos al instante y orientar el convoy en medio de su imparable tormenta dialéctica.

Trapos

Nota original en: http://revistapaco.com.ar/2013/11/21/trapos/
Los shows de Justin Bieber en Argentina trajeron numerosos escándalos. El primero fue el malogrado recital en River donde el cantante canadiense solo cantó cinco temas alegando problemas gastrointestinales. El segundo tuvo aún más repercusión que la descompostura y los supuestos excesos de la joven estrella. La aparición en youtube de un video dejó peor parado al cantante. En las imágenes captadas en el recital en Cordoba Bieber usó como trapo de piso una bandera argentina que le arrojaron los fanáticos. Todos los noticieros nacionales pusieron el grito en el cielo y la indignación brotó y se multiplicó en las redes sociales. Este segundo caso –que no es el primero ni va a ser el último- permite abrir una pregunta interesante ¿Qué hay atrás de la bandera que hace que el mismo público que pagó la entrada se indigne al extremo minutos después?
El público mediatiza su relación con el ídolo a través de banderas y “trapos”. El gesto no es vacío, todo lo contrario, posee un cariz de tono místico que se puede esquematizar rápido. Cuando el trapo cae en el escenario deja una espera del público y una responsabilidad para el artista. Desde la posición del que está arriba del escenario y con poco recorrido en la espalda, el envío de una bandera es igual al envío de una bombacha o una zapatilla. Nada más erróneo. La carga que ese trapo lleva tiene la fuerza de poder destruir los lazos ficcionales que el pop instaura y que la audición compró con su entrada. Ahí Justin podría recibir consejos, en una reunión posterior, con los popes del rock, pop y metal que sí supieron interpretar prolijamente esa mediación más por haber aprendido a los palos que por poseer una experiencia o intuición previa al evento. ¿Qué le dirían? que con eso, ahí, al menos en ese territorio, no se jode. Algo de tal color hay en el pedido de disculpas de Bieber, en la necesidad –y como tal entendemos inevitabilidad, que no puede ser de otra manera- final de cortar la distancia protectora y originaria de la industria pop. La genealogía del aprender y desarrollarse de esa mediación es la que sigue.
La historia del poner en juego banderas en los recitales en Argentina tiene un comienzo que parece guionado, en el despunte de la década del 80. Como el big bang, o la Idea hegeliana en su grado 0, carga con la totalidad de lo que después se va a desplegar. Un año antes de la guerra de Malvinas, Maradona aprovechó la venida de Queen a la Argentina y posó con los ingleses con una remera con la bandera de Inglaterra. Hay que detenerse a reflexionar sobre la potencia de tal imagen. Ahí, en esa foto, ya está todo in nuce. Al ojo de Dios le bastaría verla para explicar la historia posterior, no a nosotros, finitos y parciales.
En aquel momento la postal tuvo mucho color y no la carga negativa que el conflicto armado haría estallar en adelante. Desde el hoy la imagen se nos hace imposible de asimilar. Maradona con una remera de la bandera del Reino Británico. Se nos ocurren pocas cosas de similar valor oximorónico.
Rod Stewart apareció en 1989 con una camiseta de la selección Argentina. No sabemos con certeza de donde vino la prudente e inteligente idea que le permitió redondear un buen y pacífico recital post Malvinas y México 86 -que fue editado y se puede ver en YouTube-. Claro está que Stewart no es inglés sino de Escocia y tuvo algunas experiencias con camisetas y fanatismos de futbol en su país de donde pudo haber cosechado experiencia. Creemos por acá en una posible advertencia de parte de algún manager baqueano: “por las dudas ponete la de Maradona que estos no distinguen entre Gran Bretaña, Escocia o Estados Unidos”. Lo que haya hecho con la camiseta afuera del escenario, sin el alcance de las cámaras, pertenece a otro registro a salvaguarda de la dinámica del pop.
Entonces la receta era y es sencilla: si vuela un trapo, solo hay que tratarlo con respeto, vestirlo o flamearlo (si es de Maradona o de Messi mucho mejor). Así lo hicieron además de Stewart, Bon Jovi, ACDC y Mick Jagger. Sabio, el cantante de los Stones dio clases de marketing de shows en el campamento de Rock de Los Simpsons aleccionando a los asistentes en materia de giras alrededor del mundo. Las palabras del rockstar fueron claras: “a donde vayan siempre tiene que decir que son el mejor publico del mundo”.
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El caso de Axl Rose merece destacarse. Cuando Guns n’ Roses llegaron a la Argentina eran poco menos que deidades y no precisamente celestiales sino del más bajo inframundo. El arribo sucedió en un halito de misterio, para la opinión pública lo que llegaba al país era la misma Bestia. El periodismo local se encargó de difundir rumores acerca de una supuesta actitud racista de la banda y una doble referencia a la bandera: por un lado la amenaza de limpiarse la “mierda de las botas” con el símbolo y la quema de la misma en un recital de París. Alertados, los miembros de la banda brindaron una conferencia de prensa aclarando cada uno de los puntos. De esa conferencia guardada también en Youtbe se recuerdan en especial dos cosas: Slash asumiendo que él –siendo morocho- no estaba en condiciones de ser racista y la aparición repentina de Axl Rose con la camiseta de la Selección entonces dirigida por el Coco Basile. “Me siento Gorbachov” dicen en Taringa que contestó el cantante ante la inexperiencia en conferencias de prensa y cerró negando todos los rumores “no hay nada cierto sobre banderas quemadas ni mierdas en las botas”. Finalmente los Gun s’ dieron un recital de lo mejor que se halla visto por acá pero la leyenda de la quema del símbolo patrio nunca terminó de apagarse. “Partieron los malditos yanquis pero nos dejaron su marca” fue la tapa de Crónica del 8 de diciembre de 1992 al otro día que la banda deje el país; adornaba la nota algunas fotos con residuos en las afueras de la cancha de River Plate y alentados además por el suicidio de una joven a la cual el padre no dejó asistir al concierto.
Sin embargo, son varios además de Justin los que aprendieron por las malas. Dos casos vienen rápido. Metallica y Iron Maiden. Los primeros casi sufren un traspié en Mexico en el año 1993. El por entonces monstruo del hard rock y el metal presentaba “Black Album”. En un momento del show una bandera mejicana cae en el escenario. James Hetfield hace un bollo y la tira hacia atrás. Se puede escuchar como el público mejicano entona un creciente canto nacionalista. Finalmente es -otra vez- la intuición de Lars Ulrich lo que salva a los californianos de la hoguera azteca al indicar a Kirk Hammet que comience, rápido, las estrofas de “Smoke on the Water”; himno internacionalista o posible canción oficial de una utópica nación mundial, que calma y logra que las huestes apaguen las llamas de sus antorchas y descarten sus tridentes, hachas y rastrillos. Golpe bajo del rock, es cierto, como tocar “Mi Viejo” de Piero en el día del padre, pero que evitó una posible pira pública.
El otro caso es interesante porque trabaja la relación entre estrella/público mediada por una bandera pero esta vez con los artistas como oferentes del símbolo al público desde el escenario. Iron Maiden visitó a la Argentina y trajo con su show, con su “artificio”, las características banderas británicas que despliega en el escenario Eddie, la mascota del grupo. La inteligencia de la industria pide que el público aprenda y entienda que lo que está consumiendo es una construcción, un producto, una fantasía. Lo que no se ve es que hay cosas, al menos desde Mexico hasta acá abajo, que no se doblan. Al minuto del video se puede escuchar un multitudinario “el que no salta es un inglés” que da ganas de votar a Aldo Rico.
Todavía más, la prudencia no se limita a las banderas nacionales. Las camisetas de clubes de futbol local también compiten con el patriotismo. No estuvo enterado Chad Smith, baterista de Red Hot Chilli Peppers, quién en Belo Horizonte se pasó una camiseta del Flamengo por el culo cuando daba una inocente clínica de batería y generó con su acto el serio fastidio de los fanáticos flamenguistas que se volcaron en masa a amenazar de muerte al baterista por Twitter. Al final tuvo que pedir disculpas oficiales. Una charla con Rod Stewart hubiese bastado para entender como son las cosas.
I want to apologize for my inappropriate antics at the drum clinic,my joke about team rivalries went too far.Flamenco fans…I’m sorry.
— Chad Smith (@RHCPchad) November 8, 2013
 También los trapos con insignias locales, nombres de barrios y ciudades que comparten tela con el nombre de la banda, pueden ser un viaje de ida. Pareciera que la fuerza de esta mediación es tal que una vez que es atravesada es imposible volver sin trabajo al punto de partida. Lo supieron Los Piojos que apelaron a las banderas para acrecentar su popularidad pero quedaron atrapados en finales de shows cada vez más largos donde Ciro se encargaba de nombrar uno a uno los trapos colgados en el estadio. Imaginamos la separación de la banda hartos ya de tener que quedarse después de hora para realizar ese rito, frustrados y sin poder encontrar una solución alternativa. No descartamos tampoco la contrafáctica continuidad de la banda con recitales de dos horas y nombramientos de banderas de cuatro o cinco horas de duración.
Pero si hay un punto donde cierran todas estas historias y a donde es interesante volver, es al pedido de disculpas, a la mansedumbre obligada, al “poner la carita” y eliminar todas las mediaciones y distancias que la música pop necesita con el público para imponer su bussines. Tanto Justin y Smith apareciendo en Twitter para dar explicaciones como el arrugue de barrera de Iron Maiden que para su próxima gira puso la bandera Argentina en el logo -teniendo que romper y modificar a Eddie, SU personaje, artificio y producto- dan cuenta de este cierre. Quienes marcan la cancha en este punto, invirtiendo o poniendo límites al protocolo pop, es el público argentino – o latinoamericano de países importantes- mediante el intocable trapo. Podemos vitorear y aplaudir la actitud de Bieber porque rompe la supuesta y publicitada unión “mística” de la masa con el artista, pero no deja de ser esa una apreciación solo sobre una de las partes del hecho que se completa finalmente con el amilanamiento del popstar. Y es una regla invariable: todos los artistas terminan cediendo, abriendo o modificando el artificio a pedido del que pagó la entrada; lo cual desde cierto punto de vista no está mal, porque esto no deja de ser una industria, y en ese lenguaje, el cliente siempre tiene la razón

Rock Canchero

Nota original en: http://revistapaco.com.ar/2013/08/28/rock-canchero/
El rock mantiene con las demás manifestaciones populares una relación conformada por vaivenes. Por momentos su tópica lo invita a alejarse y en otros el camino es de apego y simpatía. El caso del futbol -el deporte más popular del mundo- no se postula como excepción. La manifestación del hincha puede servir como termómetro del momento que vive el rock en torno a las masas. En contra de la opinión de muchos, es saludable constatar que el rock dejó y sigue dejando su marca en las tribunas. Hoy cualquier hinchada cuenta con un arsenal de canciones basadas en melodías de rock, conviviendo con otras de diversos géneros. Sin ser demasiado exhaustivos trataremos de dar cuenta y aproximarnos a ese recorrido.
1- El comienzo
Los cánticos futboleros en nuestro país no son nuevos. Nacieron a comienzos del siglo veinte y en su mayoría provenían de las coplas murgueras rioplatenses. Sus líricas eran inocentes e infantiles: “Tenemos un arquero que es una maravilla , ataja los penales sentado en una silla” o “la gente ya no come por ver a Walter Gomez, la gente ya no fuma por ver a Ángel Labruna” en los momentos gloriosos de La Máquina de River Plate.


Pasaron muchos años hasta que las canciones de artistas populares comenzaran a sonar en los estadios de futbol. La llamada “Nueva Ola” no solo invadió la industria cultural con los bailes y melodías gancheras de Palito Ortega, Chico Novarro y Francis Smith, sino que logró irrumpir en los estadios de fútbol. Muchas de esas canciones son clásicas y siguen repicando en las tribunas. “Estoy hecho un demonio” es uno de los ejemplos más importantes de las canciones de cancha que resisten el tiempo Movete bicho movete, movete deja de joder, que esta hinchada está loca, hoy no podemos perder.Canta, con esperanza, Argentinos Juniors.
2­-Rock vs futbol
El nacimiento del rock nacional coincidió con el Club del Clan y la Nueva Ola. Sin embargo ambas expresiones caminaron por registros distintos. Los segundos se fundieron con velocidad e intención en el gusto y la preferencia masiva mientras que el rock optó más por una oposición a esa industria cultural que entendía por frívola y complaciente. En este paquete los pioneros del rock argento incluyeron, por inercia, al popular deporte y, si bien existieron canciones fácilmente adaptables al cántico futbolero -La Balsa por ejemplo-, la cultura rock nacional no encajó, no quiso o no logró en principio sortear el molinete de entrada a la cancha. Poco más que el melancólico “banderín de River Plate” utilizado por Spinetta en “Capitán Beto” puede rastrearse en el reducido mainstream rocker de entonces en relación con la “pasión de multitudes” y nada desde el lado del tablón.
Otra cosa distinta sucedió con los jingles de televisión. Ahí está “Contagiate mi alegría” que inspiró al famoso canto entonado en ocasión del Mundial de 1978
Vamos, vamos Argentina /Vamos, vamos a ganar /
Que esta hinchada bushanguera ( quilombera) /
No te deja, no te deja de alentar”
Para la misma época, La Máquina de Hacer Pájaros y Crucis se alejaban y hundían en la pomposidad de Películas y Los Delirios Del Mariscal (ambos de 1977), obras difíciles de volcar en la necesaria -para contagiar rápido, antes de la goleada en contra- simplicidad del canto popular. El Club del Clan, los jingles y hasta la canción que entonó Juan Carlos Calabró con su personaje Johnny Tolengo fueron, como dijimos, las preferencias en las tribunas. Incluso esta última sigue teniendo su lugar en las canchas. “Tocala de primera que estás en ganador, de la mano del Tigre, vamo a salir campeón. Que alegría, que alegría, ole, ole, ola, vamo Velez todavía, que estás para ganar”, gritan los fanáticos del exitoso club de Liniers.
Pero esta situación, repetimos, lejos de alarmar y preocupar al rock nacional, lo confirmaba como movimiento de ruptura y diferencia. Su distancia de la simplicidad y su pragmatismo generaron un alejamiento de los gustos masivos.
3- Los ochentas
La apertura democrática pinta una variación. Inicia con dos temas de Víctor Heredia (Todavía Cantamos y Sobreviviendo) convertidos en himnos y una nueva poética llega a los estadios con dos nuevos elementos que suman a la cultura futbolera: el alcohol y la droga. “Si no tenemos coca fumamos chala, vamos todos a la cancha con damajuanas…” se cantaba con la melodía de Sobreviviendo.
La ausencia del rock, sin embargo, fue pertinente hasta la aparición de un tema en inglés cantado originalmente por una mujer. Se trataba de “It’s a heartache” de Bonnie Tyler de 1977, reinventado hace poco en una canción amenazante al equipo que está perdiendo el partido y necesita imperioso el triunfo : “Jugadores, la concha de su madre, a ver si ponen huevos, que no juegan con nadie”.


Por otro lado, la década también sumó algunas adaptaciones. Los ignotos Men Without Hats pusieron en las radios un one hit wonder y rápidamente llegaron a los estadios.

A nivel local, el rock festivo de Virus, Soda Stereo y Los Twits no subió a las gradas domingueras. Solo merecen destacarse dos hechos. Por un lado la última formación de Los Abuelos de la Nada que si logró desembarcar en los estadios con “Cosas Mías”: Yo soy así, yo soy Bostero… Por otro y hacia el fin de la década, apareció una canción que entabló una relación entre rock y futbol pero de manera inversa. Es el caso de “Sola en la cancha” donde un cántico de la hinchada de Boca pasó a ser el estribillo de la composición de los Attaque 77. Dale bo dale bo dale, ponga huevos que acá no ha pasado nada. Una retroalimentación profecía o atisbo de lo que vendría.
4- De los noventa al siglo XXI: época de oro.
Llegó el menemismo y el futbol comenzó a instaurarse con más fuerza en la cultura rock. En los recitales no solo se entonaban algunos cánticos sino que empezaban a colmarse de banderas y bengalas. Desde el escenario las bandas propusieron estéticas que giraban en torno a buzos, camisetas y shorts de equipos de futbol y la retroalimentación que anticipó A77aque sumó otros ejemplares, por caso “Maradó” de Los Piojos y “Por la forma de pararla” de Bersuit que si bien no recoge materia del hincha, se sumerge en la temática futbolera.
Las hinchadas por fin pusieron el ojo en el rock. La mayoría de los grupos que alcanzaron fama y trascendencia en esa década tuvieron alguna canción versionada por la inventiva popular que incluso revisitó algunos discos viejos. Van como ejemplos Los Redonditos de Ricota (La Bestia pop), Los Piojos (Verano del 92, Te Diría), La Renga (El final es en donde partí), Los Caballeros de la Quema (Avanti morocha), Fito Páez (Dale alegría a mi corazón, Mariposa technicolor), Bersuit (Murguita del sur), Los Rodríguez (Para no olvidar, Mi enfermedad) o Los Fabulosos Cadillacs (Matador).
De todo este torbellino, Los Auténticos Decadentes se posicionaron como el grupo que más incluyó canciones en la cancha. La gran mayoría fusiones de cumbias, ritmos latinos, candombes. Todas melodías muy cómodas para tararear. “Entrega el marrón”, “Vení Raquel”, “Loco, tu forma de ser” y “La guitarra”, destacan entre otras.

De ahí en adelante el rock en las hinchadas pasó a competir con la cumbia y a perder algo del terreno ganado en los noventa. Quedan algunos aportes interesantes que resaltar en el siglo XXI. Es el caso de “Como Alí” de Los Piojos”

“Para siempre” de Ratones Paranoicos o “Imposible” de Callejeros, interpretado de manera magistral por la gente de Floresta.

En el presente más próximo la rítmica banda Tan Biónica sumó con su canción “Loca” otro aporte para que las hinchadas den luz verde a su inventiva. Uououououououououououooo LOCO vos no sabes nada del amor, si no sentís como siento yo; RIVER es pura pasión del corazón, puro pecho frio es todo lo que sooos, interpreta el tablón millonario con confuso y ambiguo mensaje.
5- Globalización
Existen dos casos ejemplares de hermenéutica y revisionismo popular. El primero en la siempre creativa hinchada de San Lorenzo que metió mano y oreja en la melodía de Creedence Clearwater Revival “Bad Moon Rising” y arrojó uno de los últimos aportes del rock a las hinchadas.

El segundo lo constituye Turf con “Pasos al costado”, canción que primero llegó a La Bombonera de la mano de Rafa Di Zeo y sus séquitos, después se mudó a casi todos los estadios argentinos y terminó aterrizando en la liga nipona. Es claro que los hinchas del Yokohama FC no sabían nada de Joaquín Levingston y compañía, pero la melodía que la globalización encargó de difundir encajó perfecto para alentar a su equipo de manera prolija, con disciplina y coordinación asiática.

6. ¿Final del juego?
A todo el playlist cosechado a través de su historia la actualidad de los cánticos futboleros suma algunos temas de cumbia y reggaeton que desplazan y tironean por momentos con el rock. Mientras tanto este espera la oportunidad para volver a mezclarse con los bombos y las banderas, aguarda ansioso que las melodías fáciles y los estribillos gancheros le ganen a la complejidad compositiva. Desde acá extendemos un par de sugerencias o apuestas para que el hincha coloque su oreja. En ese sentido, “Hacer un puente” de La Franela o cualquier canción de Tan Biónica marcan rumbo pero algunas melodías de Babasónicos o Airbag también podrían andar. Para cerrar queremos rescatar una canción –con un par de años encima- que escapó al ejercicio interpretativo tribunero y que podría tener rimas del tipo “Vengo cantando de Casanova, llevo los trapos y la falopa, vamo a ganar, vamo Fragata. Che Gallo puto vos te querés matar, te corremos en todos los tiros, La Matanza manda y toma vinooo…” y con el riff “huevos Aaalmirante, que hoy queeee ganar, vamo Almirante, te vengo a alentar”. Dejamos entonces la sugerencia y el video original sobre la mesa e invitamos a disentir o completar con la letra que más represente la pasión por los colores del club de sus amores.