viernes, 24 de enero de 2014

Carta

Me llegó una carta de alguien que cumplió 30 años hace poco y me pidió que la publique por acá, que es como tirarla en un tacho de desechos tóxicos en General Madariaga. Insistí, pero me dijo que no le asustaba la garantía de olvido. Bueno, ahí va.

Hoy es el último día de mi veintena. No me caben los lastimosos ni las poses nostálgicas, las evito. Quién lo practique me parece muchas veces digno de recibir un bullying numeroso. No está mal señalar una sospecha tras ese trabajo por evitar la estética lacrimosa del recuerdo. En todo caso, valoro la actitud de aquellos que, aún en el maremoto cíclico de la modernidad, fuerzan una mirada hacia el futuro, encuentran un refugio en la ironía y celebran lo vivo aún sabiéndolo finito. Lo muerto debe dejarse morir, irse. No hay tiempo de más, canta Manal. Voy a permitirme, sin embargo, una porción del imposible “mirar hacia atrás”. La ocasión  merece el intento inútil, como al que le insisten en una fiesta que haga una proeza que no repite hace tiempo.

Giro la cabeza. Hay un trayecto sinuoso con un origen nublado. Se me confunden los veinte años con el final de la adolescencia; siglo largo, la veintena comienza a los diecinueve. ¿Qué hice? ¿Cómo se adaptó y se comportó mi cuerpo en ese trayecto del tiempo? Como todos: completé, camaleónicamente, el periodo de aprendizaje del hombre. Me enamoré fuertísimo, pero fuertísimo al nivel de entender letras de rock, al nivel de sentir que el mundo conspira y que están hablando de uno. Hice música y tomé decisiones despechadas; después me enojé con la música y conmigo. Así enojado y decepcionado de mí mismo estuve un tiempo largo –bah, todo lo largo puede ser algo que sea un subconjunto de una década. Viví en Buenos Aires, dejé de tocar. Tuve problemas laborales, como todos. Exageré y sentí mucho miedo. Encontré refugio en la disciplina, puse una estructura rígida sobre lo que se avecinaba como un río incontenible. La tradición vino a poner orden. Los símbolos de ese proceso: el futbol amateur y la facultad. Claro, estudié toda la veintena: abandonando, re inscribiéndome. La angustia del estudiante público fue mía también.  Volví a la música, muy de a poco. Cambié de mujeres y trabajos; me desenamoré varias veces, coquetee. Los episodios de ese tipo se convirtieron en fantasmas, algunos más débiles que otros pero todos conformados en una ausencia que acompaña con la fatiga de la cortina empujada por el viento. Murió gente querida, cercana e influyente; nacieron otros que van a ser mejores. Crucé la década kirchnerista con alegría, odio y tristeza. Puse el voto en el 2003 junto a mi viejo; me acuerdo de ese momento, primera Elección, claro. Me salvaron de muchas cosas y sin que lo  sepan, algunos amigos; volver al campo, la familia, por supuesto y el amor de una mujer. A esta altura del texto me estoy convirtiendo en todo lo que odio con fervor, sépanlo. Me agarré a piñas, perdí, gané, me sacaron un diente. Sobreviví a una golpiza enorme en la calle. Hice nuevos amigos y confirmé lazos. Anduve de noche. Tuve sexo en distintos lugares. Vi bandas en vivo que me hicieron feliz. Toqué con algunos importantes nombres; me enamoré –y reitero- otra vez de muchas cosas: mujer, la música,  los libros, escribir. Atentos a esto último; en el final de la veintena retornó con impulso lo que abandoné en el comienzo de ella, leer mucho y escribir. Algo del orden de la posibilidad de narrar una experiencia debe haber ahí, algo que asoma al final de un ciclo, una tranquilidad y un relajamiento de los músculos latentes en frases como “esto ya lo vi” –aunque en rigor, es mentira, nada se vuelve a ver al cien por cien- y las ganas de contarlo. Si, aparente concepción romántica y naif de las cosas: se vive mucho y después se escribe mucho. Pero es en esta segunda instancia, el colado de la fundición, donde se descubre casi sin voluntad otro orden de experiencia. Vivir en el lenguaje, en el logos.  Eso es lo que apareció ante mí en el final de la veintena; la prueba de otro mundo y relaciones de experiencia en el cual mi cuerpo y sus intereses quedó enredado. El adolescente temor a la trascendentalidad dio vuelta su rostro para aparecer como deseo. Si la primera parte de la década fue un fluir melanco/analógico, esta segunda mitad, preludio de lo que viene, fue convirtiéndose al orden de lo irónico/trascendental/digital/escritural. No debe entenderse que hay un abandono del cuerpo y de la experiencia empírica para dirigir la mira a un idealismo antiguo y acartonado. Todo lo contrario, la experiencia corporal se intensifica habiendo aceptado y escuchado el llamado del logos en la autoreflexión de la práctica de la escritura. Yo tampoco lo entiendo mucho. El cuerpo ahora es carne y discurso. Intensificación de la inmanencia al expandirse más allá de la piedra que está mirando. “Veo los caballos pero no la caballeidad” le dijo un griego a otro. Nosotros tampoco la vemos pero la buscamos en las relaciones - terrenales y al mismo tiempo invisibles- que establece el equino. Irónico; transitando a pasos sobre la línea de la nada, creando y estableciendo sentidos invisibles donde el mismo fuego de la veintena dejó un vacío. ¿Qué más? Miles de cosas más, tiré algunos puntos que considero pertinentes. Confirmo los treinta años de vida. Un ejército de fantasmas me acompaña. La distancia entre todos esos espectros no es más que mi cara y la sonrisa irónica dibujada en ella. Voy a cruzar una puerta consciente de que extraño cosas pero también de que las tengo. Giro la cabeza otra vez y miro, hace calor, quiero la playa, lo demás ya no importa.

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