Hoy es el último día de mi veintena.
No me caben los lastimosos ni las poses nostálgicas, las evito. Quién lo
practique me parece muchas veces digno de recibir un bullying numeroso. No está
mal señalar una sospecha tras ese trabajo por evitar la estética lacrimosa del
recuerdo. En todo caso, valoro la actitud de aquellos que, aún en el maremoto
cíclico de la modernidad, fuerzan una mirada hacia el futuro, encuentran un
refugio en la ironía y celebran lo vivo aún sabiéndolo finito. Lo muerto debe
dejarse morir, irse. No hay tiempo de más, canta Manal. Voy a permitirme, sin
embargo, una porción del imposible “mirar hacia atrás”. La ocasión merece el intento inútil, como al que le
insisten en una fiesta que haga una proeza que no repite hace tiempo.
Giro la cabeza. Hay un trayecto
sinuoso con un origen nublado. Se me confunden los veinte años con el final de
la adolescencia; siglo largo, la veintena comienza a los diecinueve. ¿Qué hice?
¿Cómo se adaptó y se comportó mi cuerpo en ese trayecto del tiempo? Como todos:
completé, camaleónicamente, el periodo de aprendizaje del hombre. Me enamoré
fuertísimo, pero fuertísimo al nivel de entender letras de rock, al nivel de
sentir que el mundo conspira y que están hablando de uno. Hice música y tomé
decisiones despechadas; después me enojé con la música y conmigo. Así enojado y
decepcionado de mí mismo estuve un tiempo largo –bah, todo lo largo puede ser
algo que sea un subconjunto de una década. Viví en Buenos Aires, dejé de tocar.
Tuve problemas laborales, como todos. Exageré y sentí mucho miedo. Encontré
refugio en la disciplina, puse una estructura rígida sobre lo que se avecinaba
como un río incontenible. La tradición vino a poner orden. Los símbolos de ese
proceso: el futbol amateur y la facultad. Claro, estudié toda la veintena:
abandonando, re inscribiéndome. La angustia del estudiante público fue mía
también. Volví a la música, muy de a
poco. Cambié de mujeres y trabajos; me desenamoré varias veces, coquetee. Los
episodios de ese tipo se convirtieron en fantasmas, algunos más débiles que otros
pero todos conformados en una ausencia que acompaña con la fatiga de la cortina
empujada por el viento. Murió gente querida, cercana e influyente; nacieron
otros que van a ser mejores. Crucé la década kirchnerista con alegría, odio y
tristeza. Puse el voto en el 2003 junto a mi viejo; me acuerdo de ese momento,
primera Elección, claro. Me salvaron de muchas cosas y sin que lo sepan, algunos amigos; volver al campo, la
familia, por supuesto y el amor de una mujer. A esta altura del texto me estoy
convirtiendo en todo lo que odio con fervor, sépanlo. Me agarré a piñas, perdí,
gané, me sacaron un diente. Sobreviví a una golpiza enorme en la calle. Hice
nuevos amigos y confirmé lazos. Anduve de noche. Tuve sexo en distintos
lugares. Vi bandas en vivo que me hicieron feliz. Toqué con algunos importantes
nombres; me enamoré –y reitero- otra vez de muchas cosas: mujer, la
música, los libros, escribir. Atentos a
esto último; en el final de la veintena retornó con impulso lo que abandoné en
el comienzo de ella, leer mucho y escribir. Algo del orden de la posibilidad de
narrar una experiencia debe haber ahí, algo que asoma al final de un ciclo, una
tranquilidad y un relajamiento de los músculos latentes en frases como “esto ya
lo vi” –aunque en rigor, es mentira, nada se vuelve a ver al cien por cien- y
las ganas de contarlo. Si, aparente concepción romántica y naif de las cosas:
se vive mucho y después se escribe mucho. Pero es en esta segunda instancia, el
colado de la fundición, donde se
descubre casi sin voluntad otro orden de experiencia. Vivir en el lenguaje, en
el logos. Eso es lo que apareció ante mí
en el final de la veintena; la prueba de otro mundo y relaciones de experiencia
en el cual mi cuerpo y sus intereses quedó enredado. El adolescente temor a la trascendentalidad dio vuelta su rostro
para aparecer como deseo. Si la
primera parte de la década fue un fluir melanco/analógico, esta segunda mitad,
preludio de lo que viene, fue convirtiéndose al orden de lo irónico/trascendental/digital/escritural.
No debe entenderse que hay un abandono del cuerpo y de la experiencia empírica
para dirigir la mira a un idealismo antiguo y acartonado. Todo lo contrario, la
experiencia corporal se intensifica habiendo aceptado y escuchado el llamado
del logos en la autoreflexión de la práctica de la escritura. Yo tampoco lo
entiendo mucho. El cuerpo ahora es carne y discurso. Intensificación de la
inmanencia al expandirse más allá de la piedra que está mirando. “Veo los caballos pero no la caballeidad”
le dijo un griego a otro. Nosotros tampoco la vemos pero la buscamos en las
relaciones - terrenales y al mismo tiempo invisibles- que establece el equino.
Irónico; transitando a pasos sobre la línea de la nada, creando y estableciendo
sentidos invisibles donde el mismo fuego de la veintena dejó un vacío. ¿Qué
más? Miles de cosas más, tiré algunos puntos que considero pertinentes. Confirmo
los treinta años de vida. Un ejército de fantasmas me acompaña. La distancia
entre todos esos espectros no es más que mi cara y la sonrisa irónica dibujada
en ella. Voy a cruzar una puerta consciente de que extraño cosas pero también
de que las tengo. Giro la cabeza otra vez y miro, hace calor, quiero la playa,
lo demás ya no importa.
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